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Contra la dolarización

  • alfredofcalcagno
  • 16 nov 2023
  • 37 Min. de lectura

Foto: Banco Central de Camboya, 1975



Prólogo por Eric Calcagno


Lo que usted va a leer luego de este prólogo es el mejor análisis realizado hasta la fecha sobre el tema de la dolarización. Como una especie de monstruo mítico, la idea de cambiar la moneda de la Argentina, que es el peso, por la moneda nacional de los Estados Unidos, que es el dólar, surge en los momentos de crisis económica, incertidumbre política y hasta angustia personal.

La caracterización psicológica de los mecanismos económicos, de los intereses políticos y de los deseos personales dista mucho de corresponder con la realidad, pero admite hasta los argumentos más fantasiosos: “la Argentina padece la inflación como una persona sufre de alcoholismo, por eso la cura es el dólar”; “la dolarización es el modo de poner fin a la corrupción de los políticos”; “los individuos tendrán certezas con el dólar”. En ese recuento de lugares comunes del neoliberalismo, la causa de la inflación que no puede ser otra que el déficit fiscal será neutralizada gracias a la imposibilidad de emitir moneda.

En esa perspectiva, los dolores inevitables que cause la dolarización de la Argentina en el momento presente serán recompensados con creces por los supuestos beneficios que podrán ser obtenidos en el futuro. Nunca quedan del todo identificados cuáles serán esas ventajas, de modo tal que cada cual piense que la solución de los propios problemas pasa por esa dolarización, que de repente adquiere dimensiones mágicas.

Abandonamos entonces el pensamiento racional para abrazar el dólar como solución a todo –a los norteamericanos no les ha ido tan mal con esa moneda, repiten- y adoptamos en política los fundamentos de la religión, que estipula que el sufrimiento lleva a la redención. ¿Las políticas populares son el pecado que habremos de redimir al cambiar de moneda? Si bien no es una idea generalizada, está bastante divulgada por los medios de comunicación dominantes, cuya posición monopólica les permite establecer qué es el bien, qué es el mal y construyen a diario el sentido común que más le conviene a los negocios y negociados. No en vano Quino representaba en un dibujo un acaudalado señor que, al contemplar un vaso de whisky, pensaba “Por suerte la opinión pública todavía no se ha dado cuenta de que opina lo que quiere la opinión privada”.

Con la Constitución de 1994 quedó establecido que la democracia política no puede afectar los intereses económicos dominantes, locales o internacionales; con la dolarización esos intereses privados prevalecerán por sobre cualquier idea de Bien Común, sin importar los resultados electorales. En los hechos, la dolarización equivale a congelar las relaciones sociales tal cual las vemos ahora.

A días de la elección presidencial en la segunda vuelta del “ballotage” de este 2023 creemos que es fundamental considerar si la dolarización pregonada por Javier Milei es posible en los hechos, que es la primer parte del análisis, así como pensar si tal dolarización es deseable. Quizás veremos, para un candidato tan dado a las evocaciones bíblicas, que el abandono de la moneda nacional a favor del dólar, si fuera posible o deseable, lejos de acercarnos a alguna tierra prometida nos condena a vagar en el desierto por siempre.



1) Introducción


La inflación es uno de los principales problemas de la economía argentina. Muchos gobiernos la combatieron con políticas muy diversas, y si bien hubo períodos en los cuales el alza de precios se moderó o incluso se detuvo, esos logros no se mantuvieron. No solamente los programas en cuestión enfrentaban graves restricciones externas (como el Plan Austral) o tenían inconsistencias internas (como la Convertibilidad), sino que no resolvieron los problemas estructurales que alimentan la inflación en la Argentina.


Hay dos formas de abordar el tema de la inflación. Una la ve como un fenómeno complejo, con causas múltiples, para cuya solución hay que aplicar de manera simultánea un conjunto de políticas. En esa visión, la inflación responde a factores estructurales, tales como la rigidez en la oferta de diversos sectores, la tendencia al desequilibrio comercial que obliga a devaluar repetidamente el peso, un sistema fiscal deficiente y una economía concentrada. En ella, los monopolios fijan precios abusivos (“inflación por codicia”), mientras los demás empresarios remarcan precios de manera preventiva (“por las dudas”), y generan así una profecía autocumplida. Esta concepción “estructuralista” no ignora el rol de la emisión monetaria, que puede alimentar la especulación sobre el tipo de cambio, ni la puja distributiva (la carrera entre precios y salarios), pero estima que se trata de mecanismos de aceleración de la inflación, no de sus causas profundas.


Según esta visión, las políticas antiinflacionarias deben romper la inercia en los comportamientos y evitar déficits externos y fiscales, pero sin afectar la actividad económica; por ejemplo, mejorarán la recaudación impositiva en vez de recortar la inversión pública, las jubilaciones y los salarios públicos. Y por otra parte, deben atacar los problemas estructurales mediante la expansión de la capacidad productiva y las exportaciones, la desconcentración de la economía y acuerdos sociales liderados por el Estado para romper con la inercia inflacionaria. En suma, buscarán contener los precios mediante el aliento de la oferta y no la restricción de la demanda.


El otro enfoque atribuye la inflación a una causa única, cual es una excesiva emisión monetaria; ésta es producida por los gobiernos cuando financian parte de su gasto con la moneda que emite el Banco Central. La solución a la inflación es entonces muy sencilla: basta con reducir la emisión monetaria, y la mejor forma es con la disminución o eliminación del déficit fiscal. Para los liberales que quieren achicar el Estado, una teoría que atribuye la inflación a su gasto “excesivo” es la más conveniente.


Esta teoría “monetarista” o “cuantitativa” de la inflación tiene una larga tradición, pues remonta a la “revolución de los precios” que generó la llegada del oro y la plata americanos a Europa en el Siglo XVI. Perdió crédito en los últimos años, cuando los Bancos Centrales de los países desarrollados emitieron cantidades gigantescas de moneda para enfrentar la crisis financiera de 2008 y la pandemia de 2020, sin que los precios respondieran ni remotamente a esa emisión monetaria.

En la Argentina, variantes de esta visión monetarista se aplicaron entre 1978 y 1981, durante la dictadura cívico-militar, y luego durante la Convertibilidad (1991-2001). En esta última, el Banco Central de la República Argentina (BCRA) perdía la posibilidad de emitir moneda de manera discrecional, al ser obligado a mantener reservas internacionales por un monto similar a la base monetaria; en otras palabras, la moneda que emitía debía estar “respaldada” por dólares: si no acumulaba dólares, no podía emitir moneda, y si perdía dólares, debía comprimir la cantidad de moneda.


Estas dos experiencias fracasaron de manera rotunda, catastrófica. Lograron desacelerar o incluso frenar por un tiempo la inflación, pero condujeron a crisis económicas profundas que deprimieron la actividad, endeudaron y desindustrializaron al país, aumentaron la pobreza y, a la postre, condujeron a nuevos procesos inflacionarios.


En la actualidad, el candidato Javier Milei propone insistir en la misma orientación, pero con un esquema que va más lejos que la Convertibilidad. En efecto, no solamente restringe la cantidad de pesos que puede emitir el Banco Central: directamente elimina los pesos en circulación y los reemplaza por dólares. Asimismo, no solamente limita las acciones que puede realizar el Banco Central: lisa y llanamente elimina al propio BCRA.


El razonamiento es muy simple (acaso simplista): si la emisión monetaria es la que causa la inflación, entonces suprimo el instituto emisor y la inflación se detendrá de manera instantánea. Además, como el gobierno ya no podrá contar con el Banco Central para financiar sus déficits con facilidad, se verá obligado a equilibrar sus cuentas.


Puesto que una economía moderna no puede funcionar sin moneda, se reemplazará el peso con otra moneda, de otra nación, y ésta será el dólar, una moneda que ya es usada como reserva de valor por parte de la población, e incluso como medio de pago en ciertas transacciones.


En este ensayo buscaremos responder las dos preguntas centrales que el proyecto dolarizador levanta: 1) ¿Es posible dolarizar?; y 2) ¿Es deseable dolarizar?


Concluiremos que la dolarización es una “pomada mágica” que no tiene viabilidad ni consistencia desde el punto de vista económico (sin duda tampoco desde el político, aunque ese es otro tema), pero que causará mucho daño a la sociedad y al desarrollo del país si se intenta aplicar.



2) ¿Es posible dolarizar?


a. La propuesta de Milei


El primer requisito para reemplazar el peso por el dólar es disponer de una cantidad suficiente de dólares. La cuestión no es trivial, ya que uno de los problemas de la economía argentina hoy es precisamente la escasez de dólares: faltan dólares para importar, faltan dólares para pagar la deuda externa, faltan dólares para que las empresas extranjeras giren sus dividendos, faltan dólares para que atesoren los ahorristas o para que fuguen los especuladores. ¿Y van a sobrar para reemplazar a los pesos?


Por ende, para responder a la pregunta, hay que empezar por precisar cuántos dólares serían necesarios para dolarizar la economía, y de cuántos dispone el Estado, o podría disponer en breve plazo.


Al 7 de noviembre de 2023, el BCRA tenía reservas internacionales disponibles por algo más de 12 mil millones de dólares.[i] Con ese monto, habría que reemplazar los medios de pago en circulación y otros pasivos del Banco Central en poder de los bancos comerciales. Veamos.


Están por lo pronto los billetes: tengan animales o próceres, habrá que reemplazarlos por otros con las caras de Washington, Lincoln o Franklin. Son 5,9 billones de pesos.


Están luego los encajes que los bancos tienen en el Banco Central, 1,8 billones de pesos. La suma de estos dos ítems (7,7 billones de pesos) componen la “base monetaria” o “moneda del Banco Central” en la jerga de los economistas.


Están luego los instrumentos en pesos de corto plazo que el BCRA coloca en el sistema bancario para regular la liquidez de la economía: son las Letras de Liquidez (LELIQ) y las obligaciones por operaciones de pase, por un total de 33,4 billones de pesos. Cabe observar que como gran parte de los depósitos que los bancos reciben del público son aplicados a estas colocaciones, al canjearlas por dólares se estaría cubriendo una parte sustancial de los depósitos bancarios. [ii]


El total a canjear llega así a 41 billones de pesos. Al tipo de cambio oficial (350 pesos por dólar) representan 117 mil millones de dólares. Nueve veces y media más de los dólares de los que dispone el BCRA. La cuenta no da.


¿Qué hacer? Lo más cuerdo sería abandonar la idea. Pero si se insiste, hay que conseguir más dólares y/o hay que devaluar el peso, para que los 41 billones de pesos valgan menos dólares.


Milei y sus economistas proponen hacer las dos cosas. Por una parte, admiten que van a devaluar de manera inmediata, o más precisamente que van a dejar que el dólar se ubique en el nivel del dólar paralelo. Esto significa (al momento de escribir) que el dólar aumentará de 350 a 950 pesos, algo más de 170%.


De este modo, se dividiría por dos la cantidad de dólares necesaria para cubrir los 41 billones de pesos que hay que canjear: en vez de 117 mil millones de dólares, se precisarían 43 mil millones. Pero tenemos sólo 12 mil millones en las reservas.


Milei propone usar esas reservas para canjear la “base monetaria”, que como vimos suma 7,7 billones de pesos. Al tipo de cambio de 950, son 8 mil millones de dólares. Esto quiere decir que las reservas internacionales alcanzan para convertir esos pesos en dólares: reemplazaremos pues a San Martín (o al hornero) por Washington. Pero ahí sí que el Estado se queda casi sin dólares.


¿Con qué rescatará el resto de los pasivos del BCRA, esos 33 billones de pesos? El proyecto plantea conseguir los dólares que se necesitan (35 mil millones después de la devaluación) mediante la cesión de activos del Estado.


La propuesta elaborada por Emilio Ocampo y que se adopta en la plataforma electoral de La Libertad Avanza, destina a tal fin toda la cartera de títulos públicos del BCRA, parte de la cual está denominada en dólares (90 mil millones de dólares) y parte en pesos (9 billones de pesos). [iii] El problema es que ese es su valor nominal, no su valor de mercado. Si se pudieran vender a 30% de su valor nominal (cotización de otros títulos públicos), se podría reunir 34 mil millones de dólares: es un monto que se acerca al de los pasivos por rescatar.

El proyecto agrega más activos que habría que “empeñar”: los bonos públicos y las acciones de grandes empresas privadas que el Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la ANSES (FGS) tiene en su cartera; un 20% de las retenciones sobre las exportaciones (mientras existan); el producido por la licitación del 5G; y las acciones de YPF en manos del Estado.


Gran parte de estos activos están cotizados a valores históricamente bajos, y si se liquidaran de manera precipitada, sus precios se deprimirían todavía más. Lo que se propone es crear un ente financiero (un “fideicomiso”) en los Estados Unidos, que recibiría estos activos y que, en vez de rematarlos de una vez, los pondría en garantía para obtener nuevos créditos en dólares. [iv]


Para que los bonos públicos así empeñados sean más atractivos para los inversores extranjeros, no se enviaría tal cual los que el BCRA y el FGS tienen en su cartera, ya que casi todos ellos fueron emitidos bajo legislación nacional y algunos (como las Letras Intransferibles que posee el BCRA) no tienen mercado. Antes de confiarlos al fideicomiso, se los cambiaría por otros bonos emitidos bajo la ley del Estado de Nueva York.


Con dicha garantía, los autores del proyecto estiman que podrán conseguir préstamos, a nombre del Gobierno argentino, por los 35 mil millones de dólares que precisan para saldar las deudas pendientes del BCRA, y allanar así el camino a la dolarización.


¿Cómo sigue la historia? El Estado argentino tendrá un plazo para devolver el crédito, y en caso de no hacerlo, el fideicomiso tendrá el mandato de vender los activos en garantía. Todo el proceso, dicen, durará entre 4 y 5 años. Al culminar, el BCRA habrá eliminado entre el 70% y el 75% de su activo y de su pasivo, y se dirigirá hacia su liquidación.


Esta operatoria enfrenta, empero, un problema de plazos. Aun si permitiera obtener suficientes dólares para rescatar las deudas (devaluadas) del BCRA, el proceso demandará tiempo: el que requiere la votación de leyes, la instauración del fideicomiso en el exterior, la colocación de bonos en el mercado de capitales internacional, acaso la liquidación de todo o parte de los activos; según sus impulsores, debería extenderse 4 o 5 años. Por contraste, el plazo habitual de las LELIQ es de 28 días.


Una posible respuesta a este descalce de plazos es la que brinda Carlos Rodríguez, jefe de asesores económicos de Javier Milei: además de licuar los pasivos del BCRA con la devaluación y la inflación, sugiere recurrir a “soluciones como el Plan Bonex de 1990 donde se da a cambio un Bono en dólares, menos líquido que los billetes dólar.” [v] Recordemos: en diciembre de 1989, el gobierno de Carlos Menem decretó el canje forzoso de los depósitos a plazo fijo superiores a 1 millón de australes por “bonos externos” denominados en dólares (BONEX) con vencimiento en 1999. Ese mismo canje podría aplicarse a las LELIQ.

Si en vez de Letras de Liquidez los bancos se encuentran con bonos de largo plazo en sus carteras, no podrán restituir los depósitos a su vencimiento. Una posibilidad es que transfieran a sus clientes los flamantes BONEX que habrán recibido del Estado: el que depositó pesos a un mes recibirá BONEX a 10 años.


La otra posibilidad es que los depósitos en pesos sean convertidos en depósitos en dólares, pero que esas divisas no puedan ser retiradas del sistema bancario antes de que el fideicomiso envíe fondos suficientes para rescatar, no ya las LELIQ, sino los nuevos BONEX.

No se estará inventando nada nuevo: otro Plan BONEX y otro “corralito”.


b. El sentido de la propuesta


Recapitulemos.


Para dolarizar la economía se necesitan dólares. Los suficientes para reemplazar los pesos circulantes y rescatar las deudas en moneda nacional del BCRA con el sistema bancario. Hoy estamos muy lejos de disponer de ese monto de divisas.


El programa de Milei propone múltiples medidas para dolarizar de cualquier forma:


- Licuar los pesos con una fuerte devaluación y un golpe inflacionario.

- Vaciar gran parte de las reservas internacionales (8 mil millones de dólares) para sustituir la base monetaria en pesos (devaluados) por dólares.

- Constituir un fideicomiso en Estados Unidos al que se transferirán los bonos del Tesoro Nacional que tienen en sus carteras el BCRA y el FGS, más las acciones de YPF y parte de la recaudación dolarizada del Gobierno (retenciones, licitaciones internacionales); el objeto de ese ente será saldar la deuda del BCRA con los bancos.

- Realizar un canje forzoso de gran parte de los depósitos bancarios y las Letras de Liquidez del BCRA por bonos dolarizados de largo plazo, similares a los BONEX de 1989, que podría combinarse con un corralito.


Vemos aquí múltiples paradojas.


En primer lugar, la dolarización, que es presentada como la solución ideal e instantánea para la inflación – más aún, la única posible – empezará con una fuerte aceleración inflacionaria, impulsada por la devaluación. Los autores del plan piensan que el aumento de la cotización del dólar será cercana al 100%, para eliminar la brecha entre el dólar oficial y el blue.


Ahora bien, esa devaluación tendrá lugar sin que el BCRA (si existe todavía) pueda moderarla con sus reservas internacionales, ya que esas divisas habrán sido destinadas a sustituir la base monetaria en pesos. Nada impedirá entonces que inflación y devaluación se realimenten en un proceso acumulativo. Por ende, la pomada mágica para terminar “para siempre” con la inflación puede desencadenar un proceso hiperinflacionario.


En segundo lugar, una alianza política que enarbola las banderas de “Estado limitado, comercio libre y respeto irrestricto a la libertad privada” piensa instaurar un nuevo corralito o canjear de manera forzosa los depósitos bancarios, que ya habrían sido licuados por la inflación, por bonos a largo plazo. Será un nuevo episodio de confiscación y castigo a los ahorristas, después del de 1982 (Domingo Cavallo), 1989 (Hermán González) y 2001 (otra vez Cavallo). No es lo mejor para restaurar la confianza de la población en el sistema financiero nacional.


En tercer lugar, se afirma que el programa “no implica aumentar la deuda del Estado argentino, sino que es un mecanismo para reducir deuda.” [vi] No es cierto: significaría un aumento brutal de la deuda externa. Ésta crecerá primero con la contratación de un préstamo por 35 mil millones de dólares, garantizado por un monto mucho mayor de títulos de la deuda pública, cuyo valor nominal rondaría los 135 mil millones de dólares.[vii] Como lo más probable es que la Argentina no pueda reembolsar ese préstamo en el plazo breve que se le otorgaría (entre 4 y 5 años), el fideicomiso venderá a fondos de inversión extranjeros esos títulos de deuda pública.


Debe entenderse bien qué significaría este traslado de la deuda del Gobierno Central. En la actualidad, casi la mitad de la deuda del Gobierno Central está en manos del Banco Central, de la ANSES y de otros organismos públicos. Es una gran ventaja, ya que los vencimientos de capital pueden renovarse sin problemas; además, los intereses que se pagan por esa parte de la deuda son ingresos del mismo Estado: no hay un costo fiscal, si se toma al sector público en su conjunto. Si se transfirieran los bonos públicos desde las carteras del BCRA y del ANSES hacia fondos de inversión extranjeros, la deuda del Estado en su conjunto aumentaría de golpe en unos 135 mil millones de dólares. La deuda externa del sector público total (Gobierno nacional, provincias y BCRA) pasaría de 187 mil millones de dólares a unos 320 mil millones, batiendo el récord de endeudamiento externo que estableció Macri.


Con toda seguridad, quienes compren esos bonos lo harán a un precio de mercado muy deprimido, que es lo que buscan los fondos buitres. Recordemos lo que ocurrió hace pocos años con un monto mucho menor de deuda en manos de esos fondos, en la jurisdicción de Nueva York a la que Milei quiere encadenarnos.


En cuarto lugar, se crea una arquitectura financiera complicada para conseguir varias decenas de miles de millones de dólares, que se utilizarían para rescatar pasivos del BCRA en poder del sistema bancario local. Parece absurdo que una economía que tiene problemas de crecimiento por la escasez de dólares dedique semejante cantidad de divisas a rescatar Letras que de todos modos habrían sido canjeadas por BONEX en las condiciones decididas por el Estado.


Si se pudiera obtener 30 o 40 mil millones de dólares, sería posible estabilizar la economía sin necesidad de dolarizarla: se podría controlar y unificar el tipo de cambio, eliminar el “cepo”, incrementar las importaciones y con ellas el crecimiento, equilibrar las cuentas públicas y combatir la inflación mediante el incremento de la oferta, y no con la depresión de la demanda. En un marco de crecimiento y con menor inflación se podría reducir de manera paulatina el stock de letras del BCRA.


Para responder a la pregunta inicial (¿Es posible dolarizar?), digamos que la dolarización es inviable, no solamente por la escasez actual de dólares y las dificultades para conseguir los que se precisarían, sino por el costo de las medidas económicas que tendrían que acompañarla (megadevaluación, canje forzoso o congelamiento de depósitos) y la probabilidad de un shock hiperinflacionario.


En tales condiciones, suponer que la Argentina podrá colocar grandes volúmenes de deuda pública en el mercado financiero internacional sería, por decir lo menos, ilusorio, más aún tratándose de un país ya excesivamente endeudado, que reestructuró hace tres años su deuda externa y que le debe 45 mil millones de dólares a un acreedor privilegiado: el FMI.

En realidad, sospechamos que el verdadero objetivo de todo este proyecto no es vencer a la inflación, no es dolarizar: es saquear al Estado.


Para eso se constituye un fideicomiso en EE.UU. y se somete todo el proceso a la jurisdicción de ese país, que ha sido casi siempre adversa para la Argentina. Será interesante ver quién administrará los bienes entregados al fideicomiso (quién será el “fiduciario”), a cuál de las grandes firmas de la “casta” financiera mundial se le encargará el remate de nuestros bienes.


Es en ese antro donde se liquidarán las acciones de YPF: para los tiburones de las finanzas globales, será como cazar en el zoológico. Incluso antes de venderlas, el fiduciario podrá disponer de esas acciones y tomar el control de la compañía. Con YPF, la Argentina perderá una fuente de dólares, de inversión y de tecnología, justo cuando esa empresa empieza a exportar petróleo y gas, cuando toma protagonismo en el desarrollo de Vaca Muerta, del petróleo mar adentro y del litio, y se convierte en una fuente importante de recursos para el Estado. Los fondos de inversión extranjeros también podrán hacerse con las acciones de grandes empresas privadas hoy en la cartera del FGS.


Esta propuesta es costosa para las arcas del Estado, no solamente porque éste pierde los recursos de YPF, sino porque también pierde ingresos por retenciones a las exportaciones y lo que se recaude en la licitación de la 5G. Pero además, desfinancia al Fondo de Garantía de Sustentabilidad del ANSES, quitándole gran parte de sus recursos. Esos recursos no podrán ser utilizados para financiar la inversión de largo plazo, ni tampoco para cubrir el pago de jubilaciones en caso de necesidad, u otorgar créditos baratos a sectores populares. Notemos de paso que este costo fiscal haría aún más inverosímil el enorme ajuste en las cuentas públicas que promete el candidato libertario.


Pero el colmo del saqueo es entregar a precio vil bonos públicos por unos 135 mil millones de dólares, condenando al país a vivir con una deuda externa asfixiante sin horizonte de salida. Tal endeudamiento sería aún más escandaloso que la estafa del empréstito Baring Brothers de 1824, cuando se contrajo una deuda de 1 millón de libras esterlinas pero se recibieron sólo 552 mil libras. [viii]


El candidato Milei quiere que todo se venda y se compre: que la educación, la salud y la seguridad social sean un negocio para pocos, que se vendan órganos, que se vendan niños.

Si Milei y los intereses que representa consiguen aplicar las medidas aquí analizadas, por más que éstas resulten ineficaces para implantar y mantener la dolarización, habrán conseguido su verdadero objetivo. Vender a precio vil el patrimonio de los argentinos.



3) ¿Es deseable dolarizar?


Las medidas para implantar la dolarización tendrían un costo gigantesco para el país y su población. Como vimos, éstas incluyen una megadevaluación, un shock inflacionario, el congelamiento de depósitos bancarios, un fortísimo aumento de la deuda externa del Estado y la liquidación de empresas públicas, empezando por la entrega de YPF. No es difícil anticipar lo que esto significaría para el ingreso de la gran mayoría de la población, para el empleo formal e informal, para la viabilidad de muchas empresas, en tanto el Estado habrá perdido su capacidad de dirigir un proceso de desarrollo.


Los defensores de la dolarización pueden argüir que los costos no serían tan elevados (en realidad los silencian o los niegan), y que en todo caso los beneficios que el sistema traerá consigo compensarán con creces cualquier mal trago inicial, si lo hubiera.


En esta sección discutiremos la conveniencia de la dolarización en sí. Aun si implantarla no tuviera costos, ¿ese sistema mejorará o empeorará el funcionamiento de la economía? ¿Impulsará o impedirá el desarrollo con inclusión? Para responder a estas preguntas, examinaremos cómo sería un país sin moneda nacional, un sector externo sin tipos de cambio y un sector bancario sin Banco Central.


Este último aspecto no es inseparable de la dolarización: Ecuador dolarizó su economía, pero mantiene su Banco Central, que cumple tareas de supervisión. Al proponer la abolición del Banco Central, Milei apunta a un sistema radicalmente distinto del que rige en el capitalismo contemporáneo: el sistema de la “banca libre”.


a. Un país sin moneda nacional


La dolarización significa la eliminación de la moneda nacional y su reemplazo por una divisa extranjera, en este caso el dólar estadounidense. En dólares se fijan los precios y se pactan los contratos, en dólares se realizan las transacciones, y en dólares se ahorra.


La idea parece atractiva a quienes creen que ganarán con ese cambio, ya que en vez de tener sus ingresos en pesos los tendrán en dólares, y alimentan la ilusión de que así ganarán mucho más. Antes de entusiasmarse con la idea, convendría preguntarse cuántos dólares recibirán, en lugar de sus actuales ingresos en pesos. En Ecuador, la economía fue dolarizada de manera brusca, el 9 de enero del año 2000. Ese año, el salario básico fue de 56 dólares y 70 centavos mensuales. Los jubilados ganaban en promedio 12 dólares con 66 centavos por mes, en tanto las jubilaciones más bajas eran de 4 dólares. [ix]


Es normal que el salario en dólares aumente luego de un primer momento marcado por la fuerte devaluación con la que empieza todo el proceso dolarizador, pero también es normal que aumenten los precios. Existe en general una inercia en los precios cuando se terminan las devaluaciones: en Argentina, el Índice de Precios al Consumidor (IPC) creció 61% entre marzo de 1991 (cuando se instaura la Convertibilidad) y fines de 1995. En Ecuador, la inflación se aceleró después de la dolarización: había sido de 43% en 1998 y 61% en 1999, y pese a dolarizarse a principios de 2000, ese año saltó a 91%. Los precios siguieron subiendo en 2001 (+22%) y 2002 (+10%), y recién se ubicaron de manera persistente por debajo de los niveles promedios de América Latina a partir de 2013.


Estas experiencias invitan a moderar las expectativas acerca de los beneficios que se pueden esperar de una dolarización: no es sinónimo de inmediata estabilidad monetaria, que es la razón principal por la cual se dolariza la economía.


Por otra parte, la renuncia a la moneda nacional acarrea importantes costos. Uno de ellos es el abandono de un ingreso público que se conoce como “señoreaje”. Se llama así al privilegio de emitir moneda que en la Edad Media tenían algunos reyes y señores feudales (de allí su nombre). Como la moneda que emitían tenía por lo general un poder de compra mayor al costo de acuñarla, el señoreaje representaba un ingreso para su emisor. En las economías modernas, son los Estados quienes tienen ese privilegio: imprimen billetes a un costo muy bajo, y con esa moneda pueden comprar bienes, servicios o activos que sí tienen valor.


El ingreso para el sector público por señoreaje es significativo: en Argentina es cerca de 1,5% del PIB, en la zona euro un 1% del PIB (que se reparte entre sus integrantes en proporción a sus aportes en el capital del Banco Central Europeo). Si no existiera ese señoreaje, habría que disminuir el déficit y/o colocar más deuda pública.


Con la dolarización, necesitaremos dólares en billetes para la circulación monetaria, pedazos de papel cuya impresión no tiene casi costo, y para obtenerlos debemos destinar bienes y servicios que exportamos, que sí tienen valor. O sea que el Tesoro nacional dejará de recibir el señoreaje: pasaremos a tributarlo a los Estados Unidos, como buenos vasallos.


Usar los billetes de dólares para sustituir los de pesos no es un uso racional de los dólares, que tanto cuesta conseguir. Necesitamos dólares para importar insumos y maquinaria, y para realizar otros pagos que no podemos efectuar en pesos; no los necesitamos para ir al almacén o la panadería.


La adopción del dólar como moneda hace a la Argentina tributaria del sistema bancario norteamericano, y eso nos pone bajo la dependencia de un país que no duda en utilizar el dólar como instrumento de presión. ¿Qué pasaría si el gobierno de Estados Unidos o su poder judicial prohibiera a los bancos locales operar con su sistema bancario? Paralizaría el sistema de pagos argentino. No es un riesgo ilusorio: ya el juez Griesa le impidió al gobierno utilizar las vías de pago en dólares para pagarle a los tenedores de bonos públicos argentinos si antes no saldábamos lo que reclamaban los fondos buitre. Puede no ser un problema para quien desee someterse a los intereses y dictados de los Estados Unidos (Milei dice que alineará al país con EE.UU. y con Israel), pero sí para quienes aspiramos a vivir en un país soberano.


La renuncia a la moneda nacional conlleva otro tipo de costo: es la pérdida de la política monetaria. Sin moneda propia (y sin Banco Central), el Estado resigna un instrumento con el que todos los países regulan la liquidez en la economía, y con ella la demanda interna.


La política monetaria le da al gobierno una herramienta poderosa para moderar los ciclos y tener una economía más estable. El Banco Central puede aplicar lo que se conoce como “política contracíclica”: cuando la economía está en auge, el Banco modera su emisión y puede incrementar los encajes de los bancos; cuando la economía tiende a contraerse, la política monetaria puede estimularla inyectando moneda y bajando las tasas de interés.


Si se renuncia a la política monetaria, el único medio por el que se inyecta o retira moneda de la economía es la balanza de pagos. Esto ya ocurrió con la Convertibilidad, y sería aún más cierto con la dolarización: si hay excedente comercial o entrada de capitales, aumenta la cantidad de moneda y el sistema bancario podrá expandir el crédito. Si hay déficit comercial o salida de capitales, la masa monetaria y el crédito se contraerán.


Esto introduce un sesgo procíclico a la economía: cuando los precios internacionales de las exportaciones aumentan, cuando hay una buena cosecha, cuando fluyen los capitales externos, la economía crece, y es durante ese auge cuando también se expanden la moneda y el crédito, ya que entran divisas: se agrega un estímulo suplementario a una economía que no lo necesita.


Pero cuando esos factores se revierten (por caída de precios, sequía, salida de capitales u otros factores), entonces la retracción de la economía que de por sí ya provocan esos hechos se ve agudizada por la contracción monetaria. Sin una política monetaria que compense la depresión, puede producirse una cadena de quiebras de empresas y bancos.

En regímenes que, como el patrón oro, la convertibilidad y la dolarización, limitan o suprimen la política monetaria, los desequilibrios en la balanza de pagos se traducen de manera directa en ciclos y crisis de la economía nacional.


Tales desequilibrios son frecuentes en economías exportadoras de materias primas y abiertas a los flujos de capitales, como la de Argentina. En los regímenes antes mencionados, en los cuales la liquidez interna depende del saldo comercial y de los flujos de capitales, la economía puede funcionar aceptablemente mientras ingresan divisas (u oro).

Sin embargo, ésta se estanca o colapsa cuando ese flujo se invierte. De hecho, la creación del BCRA en 1935 tuvo como motivación principal dotar al país de un instrumento que permitiera compensar los shocks externos, como fue la crisis de 1930.


La ausencia de política monetaria, agravada por la falta de moneda propia, crea así un marco de gran vulnerabilidad para la economía nacional.


b. Un sector externo sin mecanismo de precios


La flexibilidad de los precios es un elemento esencial de los mecanismos de mercado. Si la oferta de un bien, servicio o activo es mayor a su demanda, su precio (si es flexible) cae; el precio más bajo desalentará la oferta y estimulará la demanda, hasta equilibrarlas. Si la demanda excede a la oferta, el precio sube, y tiene el efecto inverso de moderar la demanda y alentar la oferta; cuando oferta y demanda son iguales, se alcanza un precio de equilibrio.


Aplicado al mercado cambiario, este mecanismo indica que un déficit en la balanza de pagos hará subir el valor del dólar en relación a la moneda nacional: ésta última se devaluará. Esto ocurre, por ejemplo, cuando los importadores demandan más dólares en el mercado cambiario que los que ofrecen los exportadores: demanda superior a la oferta implica aumento del precio del dólar. La devaluación encarece las importaciones, medidas en pesos, e incrementa el ingreso de los exportadores, siempre medido en pesos.


Si ambas partes del mercado (la que demanda dólares y la que los ofrece) responden al cambio del precio del dólar (la devaluación), entonces el déficit comercial tiende a corregirse. El mismo mecanismo funciona, en sentido inverso, en caso de excedente externo: ahora el peso se revaluará en relación al dólar, favoreciendo las importaciones y desalentando las exportaciones.


Este mecanismo se perdió con la convertibilidad, ya que el tipo de cambio estaba fijado por ley. Al ser inflexible, el precio relativo peso/dólar no podía adaptarse a la abundancia o escasez de dólares, y no podía contribuir a absorber los desequilibrios.


El mecanismo de precios tampoco funcionaría en una economía dolarizada: la moneda local (el dólar) no puede devaluarse ni revaluarse contra la moneda externa (también el dólar). No existe el precio relativo dólar/peso, que con su variación ayudaría a corregir el desequilibrio externo. El mecanismo de mercado pierde su elemento clave: el precio.


En rigor, ni siquiera existe el mercado cambiario. Siguen existiendo, naturalmente, los mercados en donde tienen lugar las transacciones de exportación y de importación, pero la economía carece ahora de una plaza cambiaria que convierta pesos en dólares y dólares en pesos.


Si los desequilibrios externos no pueden resolverse a través del tipo de cambio, entonces lo harán mediante el ajuste de la actividad económica. Un déficit comercial transfiere dólares al exterior, que se sustraen de la masa monetaria interna. Esto contrae el crédito interno y aumenta la tasa de interés, lo que a su vez reduce la inversión y el consumo interno. Esta disminución de la demanda interna deprime la actividad y las importaciones. De este modo, se equilibra el saldo comercial, pero con un costo elevado en términos de producción y de empleo.


Quienes en un pasado no muy lejano defendían la convertibilidad, afirmaban que se facilitaría el ajuste externo si los precios y los salarios fueran flexibles a la baja. De esta manera, una salida de divisas (por déficit comercial o por fuga de capitales) reduciría la cantidad de moneda disponible en la economía, y por consiguiente (dando por válida la teoría cuantitativa de la inflación), todos los precios de la economía, incluyendo los salarios, disminuirían. La Argentina sería más barata en dólares, aumentaría las exportaciones, atraería turistas, desalentaría importaciones. La deflación restauraría la competitividad, sin necesidad de devaluar.


Con este argumento, se impulsó la flexibilización del mercado laboral, a través de la tristemente célebre “Ley Banelco”. En esta lógica, había que desregular, privatizar y favorecer la flexibilidad a la baja de los precios y los salarios: puesto que el tipo de cambio era inflexible, todo el resto de la economía debía ser totalmente flexible. Mantener la convertibilidad era un objetivo en sí mismo, la economía real debía adaptarse a él.


El mismo discurso avanzan los heraldos de la dolarización. Ésta debe estar acompañada, dicen, de las reformas neoliberales que siempre impulsan la derecha y el FMI, más algunas más: reforma laboral, privatizaciones generalizadas (de empresas, jubilaciones, educación, salud, obra pública), desregulaciones, apertura importadora unilateral, libre movimiento de capitales, y un largo etcétera. La lógica es la misma: al no poder corregir desequilibrios mediante un tipo de cambio flexible, es la economía real y todos los precios nominales los que deben ajustarse. No será el perro quien mueva la cola, la cola deberá mover al perro.


Esta imposibilidad de devaluar hace mucho más costoso, o directamente inviable, el ajuste económico ante un desequilibrio externo. Tal fue la experiencia de la Argentina en 2001, así como la de la Zona Euro en 2010-2012. En ambos casos, tratar de corregir el déficit externo mediante la depresión económica causó un colapso económico, con altísimos niveles de desempleo y una ola de quiebras que amenazaba con arrastrar al sistema financiero.


En Argentina se terminó por abandonar el sistema de la convertibilidad, y se recuperó así la potestad de ejercer la política cambiaria y la política monetaria, que fueron importantes en la recuperación económica a partir de 2003. Pero otra hubiera sido la historia si en ese momento no hubiéramos contado con un Banco Central.


c. Un sistema bancario sin Banco Central


Los sistemas bancarios modernos tienen una organización piramidal. En la base de esa pirámide están los bancos comerciales, que otorgan créditos y reciben depósitos, cuyos clientes son las familias y las empresas del país. En la cima está el Banco Central.


Gran parte de los pagos de una economía se realiza a través del sistema bancario: las personas y las empresas usan las tarjetas de crédito y de débito que reciben de los bancos, emiten cheques y hacen transferencias de cuenta a cuenta, por lo que el sistema bancario es a la economía lo que el sistema sanguíneo es al cuerpo humano.


Ahora bien, el sistema bancario enfrenta a veces problemas que ponen en riesgo la solvencia de los bancos y el normal funcionamiento de la economía. Y eso no sucede necesariamente porque los bancos hagan mal las cosas, lo que a veces ocurre, sino por la misma naturaleza de su negocio.


En efecto, los bancos toman depósitos a la vista o a corto plazo, como los plazos fijos a un mes; y al mismo tiempo, dan créditos a varios meses, o incluso varios años como los créditos a la inversión y los hipotecarios. En general, eso no es un problema, porque si bien algunos clientes retiran su dinero, otros lo depositan, y en promedio los recursos de los bancos son estables, o crecen con la economía.


El inconveniente se presenta cuando se produce una salida masiva de depósitos. Ésta puede afectar a determinadas instituciones (como ocurrió recientemente en Suiza con el Crédit Suisse y en Estados Unidos con el Silicon Valley Bank) o al sistema bancario en su conjunto, cuando la situación macroeconómica produce una “corrida” generalizada de depósitos. En la Argentina, ocurrió esto último en 2001, cuando los depositantes anticipaban una gran devaluación, y retiraron sus plazos fijos para comprar dólares y atesorarlos fuera del sistema bancario.


En tales circunstancias es cuando aparece la necesidad de un Banco Central, que es el banco de los bancos. Cuando una institución se ve en dificultades y ya no accede al crédito de sus pares, se vuelve hacia el Banco Central, que es el “prestamista en última instancia”: es el único que puede emitir la moneda legal que todos aceptan en la economía, y puede así evitar que un banco quiebre.


No siempre lo hace. A veces el Banco Central deja caer a entidades que operaron con demasiadas fallas o que cometieron desfalcos; las autoridades envían entonces un mensaje a los demás bancos: “si se comportan de ese modo, no crean que los vamos a rescatar”. Pero muchas veces el Banco Central asiste a las instituciones en dificultades para evitar el efecto de contagio, por el cual los depositantes retirarían sus haberes de los demás bancos. El Banco Central puede también arreglar alguna salida que evite la quiebra del banco pero que desplace a sus dueños, como la compra del banco en problemas por algún competidor.

Pero en ningún caso puede permanecer inactivo ante el riesgo de derrumbe del sistema bancario. Una quiebra masiva de bancos arrastraría consigo al sector productivo, generaría pérdidas entre los depositantes y haría colapsar el sistema de pagos de la economía.


Es por eso que, en todas las economías modernas, los Estados tienen un Banco Central capaz de operar como prestamista en última instancia del sistema bancario. En general también organizan un sistema de garantía de los depósitos, para llevar tranquilidad a los depositantes y prevenir un comportamiento de pánico que los llevaría a retirar en masa sus depósitos.


Como contrapartida a esta “red de seguridad” que brinda el Estado, los bancos deben someterse a una supervisión muy fuerte de sus negocios. No pueden hacer cualquier cosa, no pueden tomar cualquier riesgo y deben constituir un capital mínimo importante para responder con su propia plata en caso de problemas. Lo que se debate en el mundo actual no es si los Bancos Centrales deben ser cerrados o dinamitados, es de qué manera puede establecerse una regulación de los bancos y de las demás entidades financieras más efectiva y más severa que la que existe hoy.


Dicho esto, la supresión del Banco Central que propone el candidato Milei sorprende por lo temeraria. La dolarización de la economía ya introduciría un sesgo procíclico a la economía, que alternaría momentos de auge cuando entren divisas y episodios de crisis y depresión cuando salgan. Esta inestabilidad macroeconómica afectaría, de manera recurrente, la liquidez y la solvencia de las entidades bancarias. Y éstas ya no contarían con un prestamista en última instancia capaz de prevenir o de contener un crack bancario. Peor aún, sin Banco Central, el sistema carecería de supervisión.


Lo que nos propone Milei es una receta segura para la crisis bancaria.


Por otra parte, la ausencia de Banco Central le quita al Estado la posibilidad de actuar en caso de emergencias. Pensemos en la pandemia. Fue preciso aumentar el gasto del Estado, no solamente para reforzar los servicios de salud, sino también para apoyar a las familias que perdían sus ingresos y a las empresas que suspendían sus actividades. El Ingreso familiar de emergencia (IFE) y el Programa de Asistencia de Emergencia para el Trabajo y la Producción (ATP) jugaron un papel esencial, pero fueron costosos.


Además, mientras aumentaban los gastos, caían los ingresos tributarios, debido a la contracción aguda de la actividad económica que causó el aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO). Se aplicó un impuesto extraordinario sobre el patrimonio, pero no alcanzaba para cubrir las necesidades urgentes del momento; además, su cobro no fue inmediato, pues se hizo efectivo recién en abril de 2021, un año después de iniciada la crisis. Fue preciso financiar un déficit fiscal extraordinario, sin tener acceso al crédito externo (por la deuda impagable que dejó Macri) ni interno (por el default sobre la deuda en pesos que también nos legó). Había una sola solución: el financiamiento del gobierno por el BCRA.


Como vemos, los Bancos Centrales juegan un papel irremplazable para enfrentar las crisis o para prevenirlas mediante la supervisión bancaria y el manejo macroeconómico contracíclico. No menos importante es su función para apoyar el desarrollo mediante la orientación del crédito.


En efecto, los Bancos Centrales no solamente actúan para regular la cantidad de moneda y de crédito, para adecuarla a la necesidad de la coyuntura económica; también pueden orientar el crédito. Lo importante no es solamente cuánta moneda se emite, sino quién la recibe y para qué la usa.


La forma como se asigna el crédito en una economía es esencial, ya que entrega poder de compra a empresas que quieren invertir o a especuladores que quieren fugar capitales. La orientación del crédito fue un componente esencial de las políticas industriales exitosas en distintas partes del mundo: la Europa de posguerra, Asia del Este (Japón, Corea, Taiwan, etc.), y la misma Argentina, que utilizó con buen éxito al Banco Central (nacionalizado en 1946) y a su banca pública para financiar la inversión productiva.


Sin una política crediticia activa, los bancos prefieren financiar operaciones de corto plazo y alta tasa de interés (como el crédito al consumo, las tarjetas de crédito, las operaciones especulativas) en desmedro de proyectos de largo plazo y a tasas moderadas en sectores estratégicos, como la industria y la infraestructura.


Sin la intervención del Estado, el sistema bancario es refractario a ofrecer crédito a pequeñas y medianas empresas, a empresas nuevas, a actividades innovadoras, y prefiere concentrar su capacidad prestable en empresas grandes o multinacionales, que presentan un menor riesgo crediticio. En palabras de Joseph Stiglitz, “los proyectos que presentan mayor rendimiento esperado para el prestamista pueden no ser los que generan el mayor rendimiento para la sociedad, pero son los que reciben financiamiento”; esto justifica las políticas de orientación del crédito. [x]


Por cierto, los neoliberales de diversas sectas estiman que el Estado no debe interferir en la asignación del crédito, razón por la cual no les preocupa que desaparezca la posibilidad de llevar a cabo una política crediticia. Milei lleva esta lógica más lejos que los demás: quiere abolir también la política monetaria y cerrar el Banco Central. Instauraría así un sistema bancario autorregulado: la “banca libre”.


d. El sistema de la “banca libre”


Una dolarización elimina gran parte de las funciones del Banco Central, pero no todas. Ecuador, pese a haber adoptado el dólar como moneda, conserva su Banco Central, que no solamente cumple con importantes funciones de supervisión bancaria, sino que conserva algunos instrumentos de la política monetaria, a través de los encajes bancarios (puede así alentar o desalentar el crédito bancario) y de la fijación de las tasas de interés.


Milei quiere ir más allá. No solamente quiere suprimir al prestamista en última instancia: eso ya lo consigue con la dolarización, ya que la Reserva Federal de Estados Unidos no jugará ese rol. No solamente quiere eliminar toda política monetaria, cambiaria y crediticia: también quiere suprimir, con el Banco Central, la supervisión pública del sistema bancario.


Sería posible prescindir de la supervisión del BCRA, precisa Milei, en un sistema de “banca libre”, en el cual los bancos se regularían a sí mismos.


Para entender hacia dónde apunta Milei, veamos qué dice el Plan de Gobierno 2023-2027 de La Libertad Avanza. Entre sus “Reformas Económicas” figura la “Reforma monetaria”: “Avanzaremos en nuestro proyecto de eliminación del Banco Central para terminar con la inflación para siempre. (…) Para hacerlo debemos rescatar los pasivos que se encuentran hoy en el balance del Banco. Tenemos un plan desarrollado por Emilio Campo (sic) para rescatar esos pasivos y que luego de la eliminación del Banco Central los argentinos puedan comerciar en la moneda que prefieran.”


“Banca libre”, libre elección de monedas, ¿de qué están hablando?


Milei da una pista cuando explica que él adhiere a la escuela económica austríaca. [xi] Precisamente, un destacado economista de esa escuela, Friedrich von Hayek, hace casi medio siglo hizo un llamamiento a la “desnacionalización de la moneda”, en un libro en donde figuran varias de las actuales consignas de Javier Milei, incluyendo la supresión del Banco Central. [xii]


Hayek propone que en vez de tener un Banco Central que emita la única moneda legal, tengamos una multiplicidad de bancos emisores privados, cada uno de los cuales emitiría una moneda diferente, todas de curso legal. Imprimirán billetes, otorgarán préstamos y recibirán depósitos en sus diversas monedas. Los bancos competirán entre sí para que el público elija su moneda antes que las demás, para realizar sus transacciones, establecer sus contratos y ahorrar; los bancos ganarán dinero de manera proporcional a la aceptación que logren sus respectivas monedas.


Hayek imagina que esta competencia impulsará a que los bancos sean prudentes con la emisión monetaria. Deberán asegurar un valor mínimo de su moneda (cada banco emite una moneda con un nombre diferente, por ejemplo el “ducado”): los bancos tendrían la obligación de rescatar sus billetes y depósitos a la vista a razón de 5 francos suizos, 5 marcos de Alemania o 2 dólares por ducado, a elección del tenedor. [xiii]


Pero sobre todo, los bancos se comprometerán a mantener estables los precios (denominados en su moneda) de una canasta de bienes que, según Hayek, debería incluir sobre todo materias primas (aluminio, carne bovina, café, cobre, maíz, petróleo, etc.). Con esos bienes cada banco construye su propio Índice de Precios (que puede modificar cuando quiera), expresado en su propia moneda. Si ese índice sube de 100 a 102 “ducados”, por ejemplo porque aumentó el precio de la carne, el banco que los emite va a reducir la cantidad circulante de ducados. El banco que no respete esa regla, dice Hayek, verá que su moneda es desechada por el público, porque no ofrece suficiente estabilidad.


Este esquema tiene un problema básico: un aumento de precios puede ocurrir por otras razones que una emisión excesiva de “ducados”. Por ejemplo, es posible que los precios aumenten porque otros bancos emitieron demasiados “florines” o “dracmas”, y eso hizo subir la demanda, en este ejemplo, de carne. O puede ocurrir que un hecho externo (como una decisión de la OPEP) haga subir el precio del petróleo. En estos casos, aunque el emisor de “ducados” retire parte de su propia moneda de circulación, no será suficiente para reducir el índice de precios de su canasta.


Para llevar de vuelta el índice de precios a 100, el banco debe revaluar el “ducado” respecto de las demás monedas. Para ello, el banco emisor tiene que comprar ducados y vender otras monedas en el mercado monetario, y también restringir el crédito en ducados.


Los clientes del banco en cuestión estarán en problemas: sus deudas crecen si se las mide en otras monedas (florines, dracmas, etc.), cuando al menos parte de sus ingresos estarán en esas monedas devaluadas. Se les hará más difícil devolver sus préstamos no solamente porque se encarecieron, sino también porque el banco les niega ahora nuevos préstamos. Como esto, en mayor o menor medida, le ocurre a todos los deudores del banco, es probable que la calidad de su cartera se deteriore, con una parte creciente de deudas en mora o incobrables.


En cuanto se conozcan sus problemas de solvencia, los depositantes retirarán su dinero. El banco puede emitir la cantidad de ducados que precise para responder a la corrida, pero eso derrumbará la cotización del ducado; y si los depositantes piden su conversión en las monedas que sirvieron de respaldo (el franco suizo, el marco alemán o el dólar norteamericano en el ejemplo de Hayek), el banco quebrará. El esquema de Hayek penaliza al banco “virtuoso”.


Otra posibilidad es que algunos bancos decidan ampliar su parte de mercado ofreciendo tasas de interés atractivas a los depositantes. Sus préstamos serán entonces más caros, y se dirigirán a personas o empresas de alto riesgo, que no consiguen crédito barato. O se pueden prestar a sí mismos: es lo que ocurrió en Argentina con la desregulación financiera de 1977. Recordemos esa experiencia, a la que dio lugar la reforma financiera de Martínez de Hoz, que liberalizó las tasas de interés y alivianó la supervisión bancaria.


En esa ocasión algunos empresarios tomaron el control de bancos pequeños que se volvieron gigantes ofreciendo las tasas más altas del mercado: el Banco de Los Andes de Mendoza, el Banco de Intercambio Regional de Corrientes (BIR), el Banco Internacional de Capital Federal y el Banco Oddone de Bahía Blanca pasaron a contarse entre los principales del país, sumando 20% de los depósitos de la banca privada en febrero de 1980. La característica común es que orientaron gran parte de sus préstamos a empresas relacionadas con sus dueños, lo que se conoce como “autopréstamos”. Con esa liquidez compraron empresas para constituir grandes grupos económicos (Grupo Greco, con el Banco de Los Andes), buscaron sostener un grupo exportador en dificultades (Grupo Sasetru, con el Banco Internacional) o directamente fugaron los capitales (Grupo Oddone, con el banco homónimo). Todos ellos, junto con el BIR, quebraron en marzo-abril de 1980.


De manera general, la competencia en un sistema bancario desregulado empujará al alza las tasas de interés, de modo que quienes reciban crédito no serán las empresas más prometedoras, sino las que presentan mayores riesgos. Es lo que se conoce como “selección adversa”, una de las “fallas de mercado” típicas del sistema financiero, que ocurre en las mejores familias. Veamos si no el auge de los créditos a personas insolventes (los llamados “NINJA”: No Income, No Job, no Assets) que en 2008 condujo a la crisis de los “subprime” (créditos basura) en Estados Unidos.


En suma, la idea que los bancos dueños de su emisión van a autorregularse de manera de mantener la estabilidad de precios es ilusoria. En general, los bancos más conservadores se verán desplazar del mercado por los más expansionistas. Según la situación, pueden ir a la quiebra los primeros o los segundos; pero lo cierto es que el sistema bancario sería extremadamente frágil. Tanto más cuanto no contaría con un prestamista en última instancia.

Por otro lado, el funcionamiento de la economía sería muy complicado. Los precios deberán expresarse en una pluralidad de monedas locales con tipos de cambio variables. Los contratos establecidos en una moneda serán provechosos o ruinosos para las partes en función de cómo haya variado el tipo de cambio entre las múltiples monedas locales. El deudor en ducados se beneficiará si esa moneda se devaluó, en desmedro del acreedor; e inversamente si el ducado se apreció. La parte perjudicada podrá exigir que el pago se realice en otra moneda más estable, dice Hayek, para lo cual debería recurrir a la justicia. Reíte de la “industria del juicio”. La destrucción de la moneda nacional habrá eliminado la base del sistema de mercado, en el cual hay una moneda única que salda las deudas de manera definitiva. Con el sistema de monedas múltiples en competencia, la inseguridad jurídica de los contratos será la regla.


Recordemos por último que la Argentina ya tiene una experiencia de “banca libre”, la que estableció la ley de “bancos garantidos” votada en 1887, durante la presidencia de Juárez Celman. Esta ley autorizaba a los bancos a emitir billetes a su nombre, siempre y cuando tuvieran como respaldo bonos del Estado pagaderos en oro. Veinte bancos fueron autorizados a emitir billetes. Para hacerlo, sus dueños (entre los que figuraban las provincias) se endeudaron en Europa a tasas elevadas para comprar bonos del Estado. El oro que recibía el gobierno del sistema bancario era utilizado para servir su propia deuda externa. En otras palabras, se pagaba deuda con más deuda. Y la que emitían los bancos les permitió ampliar el crédito interno de manera espectacular. El sistema entró en crisis cuando la balanza de pagos se volvió negativa: a los crecientes intereses de la deuda externa se sumó en 1890 el déficit comercial. El riesgo al incumplimiento de la deuda frenó nuevos préstamos, y se detuvo la entrada de capitales. Eso puso al borde de la quiebra a la casa Baring Brothers, agente financiero del gobierno argentino en Londres, lo cual generó una crisis financiera que golpeó de lleno a la economía argentina. Los depositantes buscaron retirar sus depósitos y cambiarlos por oro. Esto hizo quebrar a los bancos que habían emitido muchos más billetes de los que podían reembolsar. De los veinte bancos garantidos sólo sobrevivieron dos: el Banco de la Provincia de Mendoza y el Banco Británico de América del Sur. Cerraron sus puertas el Banco Nacional y todos los demás bancos provinciales, incluyendo el poderoso Banco de la Provincia de Buenos Aires.


Milei no está proponiendo nada novedoso. La multiplicación descontrolada de monedas privadas no condujo a un sistema monetario armonioso ni a una economía estable. La destrucción del Banco Central tampoco lo haría. Existe un precedente: en abril de 1975, los Jemeres Rojos tomaron la capital de Camboya, Nom Pen, y dinamitaron dos edificios: la catedral y el Banco Central. Así empezó un gobierno que en cuatro años causó la muerte de dos millones de personas, más de la cuarta parte de la población.





NOTAS

[i] Llegamos a ese valor sumando el valor del oro en las reservas (3.900 millones de dólares), de las cuentas corrientes en bancos del exterior y otras colocaciones externas del BCRA (13.900 y 3.200 millones de dólares respectivamente), menos los encajes sobre los depósitos en divisas de los ahorristas locales (8.800 millones de dólares). Fuente: BCRA, Balance semanal. [ii] Los bancos tienen a su cuidado 30,7 billones de pesos, de los cuales aplican 19 billones en la compra de LELIQ y 6 billones a las operaciones de pase. [iii] Una cuarta parte de esos títulos públicos consiste en bonos del Gobierno Central que el Banco Central fue adquiriendo en los mercados financieros y las tres cuartas partes en las Letras Intransferibles que el BCRA recibió a cambio de los dólares de sus reservas que el Tesoro Nacional tomó para pagar deuda externa. [iv] Entrevista a Emilio Ocampo en TN, 16 de agosto de 2023. En otras entrevistas, Ocampo parece inclinarse por vender paulatinamente de parte los activos, y colocar el resto como garantía para nueva deuda. Ver Infobae del 24 de abril de 2023. [v] Véase Ambito Financiero del 27 de mayo de 2023. Carlos Rodríguez ya fue ideólogo de otro experimento neoliberal, la “Tablita cambiaria” de Martínez de Hoz. Un fracaso rotundo. [vi] Emilio Ocampo, en Infobae del 24 de abril de 2023. [vii] Emilio Ocampo, en su citada entrevista a Infobae, estima una suma de 110 mil millones de dólares. La suma de los bonos públicos en cartera del BCRA (115 mil millones de dólares a valor nominal) y de los que se tomarían de la cartera del FGS (unos 20 mil millones) empina el total a 135 mil millones. [viii] Norberto Galasso, Historia de la Argentina, Tomo I, página 236, Buenos Aires, Colihue, 2012. Esa deuda se terminó de pagar 80 años más tarde. [ix] Alberto Acosta y John Cajas-Guijarro, “Ecuador… 20 años no es nada: a dos décadas del mito dolarizador”, Revista Economía, Vol. 72, Nº 115, mayo de 2020, 15-32. [x] Joseph Stiglitz, “The Role of State in Financial Markets”, Proceedings of the World Bank Annual Conference on Development Economics 1993, marzo de 1994, pág. 30. [xi] Se conoció una entrevista de 2019 en la cual Milei afirmaba que la convertibilidad era preferible a la dolarización, porque esta última no permitía apoyar al sistema bancario en caso de una corrida de depósitos como la de 2001. El candidato explica ahora que cambió de opinión porque antes era un economista neoclásico y ahora adhiere a la “escuela austríaca”, que en rigor es una corriente de la teoría neoclásica. [xii] Friedrich A. Hayek, Desnacionalización de la moneda, Fundación Bolsa de Comercio de Buenos Aires, Buenos Aires, 1980 (traducción de la segunda edición de 1977). [xiii] Ibid., pág 76.

 
 
 

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