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¿ Cómo salir de esta crisis sistémica?

  • Foto del escritor: Alfredo Calcagno
    Alfredo Calcagno
  • 29 mar 2022
  • 31 Min. de lectura

“La salida de la crisis del COVID-19 no debe consistir en la vuelta a un régimen económico neoliberal”

 

1) Caracterización de la crisis

Estamos atravesando una crisis única por su naturaleza e impacto, distinta de las muchas que sufrimos desde 1975. Al momento de irrumpir, la economía estaba dejando atrás las políticas recesivas de Macri y comenzaba a mostrar señales (leves) de reactivación. Podía esperarse un crecimiento del PBI de 0,5 por ciento en 2020 y uno de entre 3 y 4% en 2021. La llegada de la pandemia cambió totalmente la coyuntura.

El COVID-19 y la decisión de establecer una cuarentena para enfrentarlo provocó (como en muchos otros países) una caída brusca de la actividad económica. Ha sido un shock súbito y muy fuerte del lado de la oferta: muchas actividades dejaron de funcionar, o pasaron a hacerlo a un ritmo reducido. Esto a su vez afectó los ingresos de las familias, las empresas y el Estado, lo que agregó al shock de oferta uno de demanda. Como además es una crisis mundial, el comercio de bienes y servicios (en particular el turismo) se ha visto afectado con fuerza, tanto en lo que hace al volumen intercambiado como a los precios. El ejemplo más claro, pero no el único, es el derrumbe del precio del petróleo.

Estos factores apuntan a una caída de la producción fuerte pero relativamente breve, ya que es probable que las medidas más severas de confinamiento no duren más de un trimestre. Las restricciones a distintas actividades y a los movimientos deberían terminar, a más tardar, cuando esté disponible una vacuna (¿en algún momento de 2021?). En su informe de mediados de abril, el FMI prevé que las economías desarrolladas caerán un 6,1% en 2020, para recuperarse 4,5% en 2021. Los países subdesarrollados se contraerán un 1% en 2020 (2,2% si se excluye a China), pero crecerán un 6,6% en 2021. América Latina muestra el peor desempeño entre los subdesarrollados, con una contracción de 5,2% en 2020 y una recuperación de 3,4% en 2021.

En su análisis, el FMI supone que en la mayoría de los países las medidas de confinamiento se concentrarán en el segundo trimestre de 2020, y advierte que estas cifras empeorarían si éste se prolonga, o si aparece una nueva ola de COVID-19 en 2021.

Tal caracterización de la crisis justifica la adopción de medidas extraordinarias, aun si insumen cuantiosos recursos públicos, para evitar que un impacto, duro pero pasajero, afecte de manera irreversible tanto la salud de la población como el aparato productivo. Ahora bien, es preciso tener en cuenta que este shock, en gran medida “extraeconómico”, afecta a economías que venían ya con serios problemas, empezando por la argentina. De hecho, la pandemia ha exacerbado y puesto en evidencia muchos problemas estructurales, económicos y sociales, anteriores a ella. Por ello, las medidas que se tomen en el corto plazo deberían preparar otras, de largo plazo, que nos permitan salir de la pandemia sobre bases diferentes de las que existían en su comienzo. Es esta articulación corto-largo plazo a la que nos referiremos en este artículo.

2) Respuestas de corto plazo

a. Lo urgente: cubrir necesidades básicas, salvar empresas y puestos de trabajo

El cese forzado de actividades puede llevar a la quiebra a numerosas empresas que, aunque ya venían golpeadas en Argentina por la recesión de los años anteriores, son viables en condiciones normales. Asimismo, mucha gente ha debido resignar una parte importante de sus ingresos. Esta situación justifica la respuesta de urgencia que ha dado el gobierno argentino, como varios otros. Un grupo de medidas apuntan a sostener el consumo básico de las familias: Tarjeta Alimentar, compra pública y distribución de alimentos, transferencias monetarias a las familias más vulnerables, congelamiento de precio de servicios, de alquileres y desalojos, etc. En tanto otras medidas buscan sostener a las empresas en dificultades: créditos blandos para pagar salarios, pago de parte de los salarios por el Estado, reducción y postergación de cotizaciones patronales, diferimiento de pagos de planes de regularización impositiva, etc. A estas medidas se agregan otras que buscan evitar abusos de quienes podrían buscar beneficiarse con la pandemia: establecimiento de precios máximos para artículos de primera necesidad y compras del Estado, fijación de intereses mínimos para los depósitos a plazo fijo en los bancos, prohibición de despidos sin justa causa y de suspensiones por 60 días.

Bien sabemos que estas medidas no se cumplen en su totalidad: los bancos privados demoran el otorgamiento de créditos, algunas cadenas de distribución procuran subir precios presionando con el abastecimiento, y varias grandes empresas licenciaron personal o no renovaron contratos a trabajadores tercerizados. En algunas ramas, los sindicatos acordaron con la patronal bajas de salarios a cambio de preservar el empleo.

Con todo, la respuesta argentina parece efectiva tanto en sus resultados sanitarios como en los económicos: hasta ahora, ha logrado contener las tensiones sociales y evitado la quiebra masiva de empresas. Mantener y consolidar esos logros requerirá prolongar las transferencias a las familias vulnerables y el financiamiento a las empresas, sobre todo a las Pymes. Esto ha dado lugar a un debate en torno al posible efecto inflacionario (o, más generalmente, desestabilizador) del mayor déficit fiscal y la mayor emisión monetaria.

b. Costo y financiamiento

Veamos las cifras. El Estado asume un costo directo con distintas transferencias a los sectores más vulnerables. También concede una reducción en las contribuciones patronales al sistema previsional y asume el pago de 50% de los salarios del sector privado en las empresas afectadas por caídas de la actividad y/o las ventas. Asimismo, subsidia intereses y provee garantías a diferentes líneas de créditos “blandos” otorgados a las empresas (sobre todo las Pymes) y a trabajadores monotributistas y autónomos. Por último, acaso preparando la reactivación que seguirá a la cuarentena, destina 100 mil millones de pesos a la inversión en la obra pública. El costo fiscal de este conjunto de medidas fue estimado inicialmente en 850 mil millones de pesos, alrededor de 2,9% del PBI; ese monto se duplica con la extensión de las restricciones a la actividad y las medidas compensatorias durante mayo y junio.

Este paquete fiscal no luce excepcional si se lo compara con los anunciados por la mayoría de los países desarrollados (20% del PBI en Japón, 11,5% en EE.UU., 8% Canadá, 2,7% provisto por la Unión Europea a cada miembro, al que se suman los aportes propios de cada nación: 7% Países Bajos, 5% Alemania, 4% Francia, 2% España, etc.). En América Latina, Brasil (6,5% del PBI) y Chile (4,7%) anunciaron montos similares (cifras recolectadas por el FMI).

Hay que tener en cuenta, empero, que mientras aumentan los gastos, los ingresos fiscales caen en términos reales debido a la menor actividad económica. El costo fiscal de la crisis será bastante mayor al paquete de estímulo que se está aplicando.

No menos importante en esta coyuntura es el apoyo crediticio. El BCRA estableció una línea de crédito por 320 mil millones de pesos que los bancos deben ofrecer a las pequeñas y medianas empresas, a una tasa preferencial de 24% anual, para que paguen los salarios; la línea estará vigente los meses de abril, mayo y junio. Por otra parte, se anunciaron líneas de crédito implementadas por el Banco Central por otros 320 mil millones de pesos para apoyar la actividad económica en general y la producción de alimentos e insumos básicos en particular, a una tasa de 26% anual. Se abrieron, por último, líneas de crédito que no pagan interés para trabajadores autónomos y monotributistas por hasta 150 mil pesos a cada uno de ellos.

En lo esencial, esta expansión del crédito al sector privado está sustentada en la liquidez que el Banco Central ha inyectado en el sistema financiero, y cuya manifestación más visible es el aumento de la base monetaria.

c. ¿Hay un riesgo de aceleración inflacionaria?

Algunos economistas pusieron el grito en el cielo por el crecimiento de la base monetaria, que aumentó en 640 mil millones de pesos (un 37%) entre el 29 de febrero y el 6 de mayo. Un monetarista primario anticiparía un aumento de precios en un porcentaje similar. Sin embargo, es preciso examinar por qué canales se inyecta el poder de compra y en qué se usa.

Lo primero que hay que ver es que la circulación monetaria de billetes y monedas en poder del público (que compone la mayor parte de la “base monetaria”) aumentó 253 mil millones de pesos, un 22%, en ese lapso. La contrapartida de esta expansión se encuentra en los algo más de 200 mil millones de pesos de incremento de los “Adelantos transitorios al Gobierno Nacional” verificado en ese período. En otras palabras: casi la cuarta parte del paquete fiscal comprometido hasta fines de abril fue financiada con emisión monetaria, con vistas a sostener el poder de compra de los sectores desfavorecidos.

La otra parte de la emisión de base monetaria, casi 390 mil millones de pesos, están en las cuentas corrientes que las entidades bancarias tienen en el Banco Central. En su mayor parte, es dinero que los bancos habían colocado en letras de liquidez del BCRA (LELIQs) o en operaciones de pase con el BCRA, que este último no renovó a su vencimiento. En otras palabras: la mayor parte del aumento de la base monetaria (la tan temida “emisión”) no ha sido más que un cambio en la composición del balance de los bancos y del BCRA, sin que este cambio haya acrecentado de por sí la cantidad de moneda en poder del público. Aumentó, y mucho, la capacidad que tienen los bancos para prestar, que es precisamente lo que se desea. Al materializarse esos préstamos, los empresarios reciben dinero en sus cuentas corrientes para enfrentar los vencimientos de sus cheques y distribuir salarios; entonces sí aumenta el dinero que circula en la sociedad.

El proceso se ha puesto en marcha, aunque con más lentitud que lo proyectado. Durante el primer bimestre del año, los préstamos al sector privado en pesos apenas crecieron 18 mil millones de pesos, un 1%, lo que quiere decir que disminuyeron en términos reales. Pero entre el 29 de febrero y el 30 de abril, crecieron 222 mil millones (un 12%), sobre todo en créditos asociados al capital de trabajo: en dos meses los adelantos en cuenta corriente aumentaron un 49% y los documentos a sola firma un 71%, en tanto no crecieron los rubros vinculados a la inversión, como los préstamos hipotecarios y los prendarios.

¿Es éste el preámbulo a la hiperinflación, como anuncian algunos economistas? Pienso que no, ya que la inyección monetaria busca compensar una brusca caída del poder de compra, a través de préstamos a las empresas que sirven para pagar los salarios del mes; éstos a su

vez se emplearán en comprar bienes de primera necesidad, cuya producción no se ha suspendido. A esto se le suman las transferencias del Estado para cubrir parte del costo salarial y proveer de ingresos a otras capas de la población. Se trata de sostener una demanda que de otro modo se derrumbaría, no de alimentar un boom de consumo. Estamos muy lejos, por desgracia, de una inflación por exceso de demanda.

Una vía alternativa por la cual la emisión podría impactar sobre los precios, sería la cotización del dólar. Esto es: la liquidez que se ha inyectado podría alimentar en algún punto la demanda de dólar en alguno de los mercados no regulados (dólar paralelo o “blue”, “contado con liquidación” (CCL) y “dólar bolsa” o MEP), y el aumento de sus cotizaciones repercutirán sobre los precios de los bienes y servicios.

Dos observaciones sobre este argumento. Primero, si la liquidez bancaria se utiliza para distribuir crédito a los destinatarios previstos, ese poder de compra se destinará al pago de salarios, insumos y deudas comerciales, no a la compra de dólares. Permitirá realizar transacciones para las que falta liquidez. La circulación de moneda hará llegar luego una parte de ésta a agentes con capacidad de ahorro y/o voluntad de especulación, pero debería ser una cantidad pequeña en comparación con la demanda de moneda para transacción que existe hoy, en una economía con bajos niveles de monetización. Esto no quita que sea esencial controlar que los créditos se distribuyan a los beneficiarios correctos, y evitar que los bancos utilicen parte de la liquidez inyectada para financiar operaciones en los mercados de divisas (“blue”, CCL o MEP). A las prohibiciones, por ejemplo, de financiar cauciones bursátiles que servían a tales fines podría agregarse la constitución de encajes no remunerados por los montos recibidos por LELIQs u operaciones de pase no renovadas, hasta tanto materialicen los préstamos a las empresas.

La segunda observación es que las cotizaciones del dólar paralelo no afectan los precios de manera significativa. La experiencia reciente de la Argentina, desde diciembre de 2015 en adelante, mostró que el dólar que incide sobre los precios es el dólar comercial, y ése está controlado. Podría temerse un contagio: si la brecha entre los dólares paralelos y el oficial hacen prever una devaluación, y ésta provoca una salida de capitales y/o la subvaluación de exportaciones y la sobrevaluación de importaciones, entonces se perderán reservas y habrá que devaluar el dólar comercial. No parece ser ésta la situación actual. Gracias al control de cambios, al creciente excedente comercial y a la reducción en el servicio de la deuda externa (que ocurrirá con la reestructuración de la deuda pública o con el default), no se avecinan fuertes presiones sobre el tipo de cambio oficial.

Es deseable, sin duda, reducir la brecha actual entre las cotizaciones oficial y paralelas de la divisa, debido a las expectativas que genera y a las maniobras que incentiva en el comercio exterior. Pero no vamos a dejar quebrar a decenas de miles de empresas y arrojar a la indigencia a millones de personas porque haya aumentado el “contado con liqui”.

En suma, el gobierno debe evitar fuertes aumentos de los precios de los bienes y servicios, en especial los de primera necesidad. Un rebrote de inflación sería muy negativo para la cohesión social en tiempos de emergencia. Para eso debe preocuparse sobre todo del lado de la oferta: que no haya comportamientos especulativos o de acaparamiento, que a los productores no les falten insumos, que se respeten los precios máximos. No es el momento de ajustar, ni del lado fiscal, ni del lado monetario, porque no estamos frente a un marco de exceso de demanda; hay que sostener la demanda de las familias en dificultad, y apoyar

la oferta de las empresas que producen y distribuyen los bienes y servicios de primera necesidad, cuidando que el poder de compra distribuido llegue a esos destinatarios y no a los especuladores.

3) Problemas de larga data y desafíos actuales

a. El nuevo marco mundial

La pandemia es un shock exógeno único e inesperado, que deprime de manera simultánea las economías de prácticamente todos los países, y los ha llevado a movilizar cuantiosos recursos fiscales y monetarios para evitar costos aún mayores.

Sin embargo, no ha sido un relámpago en un cielo azul. La economía mundial arrastraba problemas de larga data. La financierización a ultranza, el sobreendeudamiento, las desigualdades de ingresos y patrimonios y los problemas ecológicos no han hecho más que acentuarse, mucho antes de la pandemia. El crecimiento económico ya se había desacelerado después de la crisis de 2008-2009. Los países desarrollados vieron pasar su crecimiento anual de cerca de 3% en 2004-2006 a 1,8% en promedio entre 2011 y 2019. Los países en desarrollo de Asia ralentizaron su crecimiento de alrededor de 8,5% anual en 2004-2007 a 5,5% entre 2014 y 2019. África bajó de 6% a 3% entre esas fechas. América Latina tuvo el peor desempeño, al pasar de una tasa de crecimiento promedio de 5,5% a una de 0,3% (o sea, una caída del producto por habitante) entre esos mismos períodos.

El menor crecimiento del PBI puso fin al notable dinamismo del comercio internacional, aun antes que apareciera el coronavirus, y también golpeó el precio de las materias primas, principalmente desde 2013-2014. El mismo marco normativo del comercio mundial entró en crisis. Como ya no pueden controlarlos a su gusto, los países desarrollados (encabezados por EE.UU.) dan ahora la espalda a organismos como la Organización Mundial del Comercio y recurren a medidas proteccionistas.

Este marco mundial empeoró mucho con la pandemia. El volumen de comercio mundial cae en picada; los precios de los productos básicos se contraen de manera generalizada, y algunos, como es el del petróleo, a niveles nunca antes vistos. El turismo, que venía creciendo de manera más veloz que el comercio de bienes, está paralizado.

Con el fin del confinamiento generalizado, que constituye el aspecto más disruptivo de la pandemia, habrá una recuperación de la actividad económica y del comercio. Pero hay que tener en cuenta que los problemas preexistentes no se resolverán con el fin de la pandemia; en algunos aspectos, es probable que se agraven. La Argentina tiene entonces que pensar qué modelo de desarrollo podrá encarar en ese momento, teniendo en cuenta el nuevo marco internacional. Es éste un escenario en donde la estrategia de perseguir un “crecimiento liderado por las exportaciones” tendrá muy baja viabilidad. Habrá que combinar mercados interno y externo, pero el primero tendrá el rol principal.

b. Construir el largo plazo

Si el mundo vive un “estancamiento secular” desde 2008 – retomando el concepto de Larry Summers –, el estancamiento argentino data de 1976. El crecimiento por habitante fue, en nuestro país, de tan sólo 0,3% anual entre 1976 y 2002. Se aceleró de manera notable entre 2003 y 2015 a 3,4% anual, pero se contrajo a un ritmo de 2% anual entre 2016 y

2019. Vemos que el pobre desempeño económico no data del “populismo” peronista, sino del giro neoliberal impuesto por el último gobierno militar.

Las crisis recurrentes en la balanza de pagos y los bajos niveles de inversión son los dos factores macroeconómicos que impiden un crecimiento sustentable. De un lado, la voluminosa deuda externa y la fuerte demanda de importaciones de insumos cada vez que crecemos conducen a ajustes recesivos recurrentes para contraer las importaciones. Por su parte, medida a precios constantes, la tasa de inversión (esto es la formación bruta de capital fijo como porcentaje del PBI) se situó casi invariablemente por debajo de los 20 puntos desde principios de los años 80 hasta 2005; a partir de 2014, la tasa cae nuevamente por debajo de 20 por ciento. Medida en valores corrientes, esa tasa ni siquiera llegó a 13 por ciento del PIB en 2019. Superada la pandemia, la elevada capacidad ociosa permitirá crecer en un primer momento sin aumentar la inversión, con incluso ganancias de productividad gracias al mejor uso de factores de producción subempleados. Asimismo, la caída de las importaciones y la reducción previsible del servicio de la deuda externa brindarán algún margen de maniobra del lado de la balanza de pagos. Será esencial prepararse de inmediato para el momento en que esos factores, fruto de la depresión, se agoten. Para ello debe relanzarse la inversión sin tardar, para así ampliar la capacidad productiva, expandir las exportaciones y sustituir importaciones.

No se trata solamente de salir lo antes y lo mejor posible de la emergencia actual: debemos constituir un régimen de crecimiento sustentable e inclusivo que no existe desde hace varias décadas. La pandemia ha operado como un gran revelador de los problemas de la economía y la sociedad argentinas. Evidenció las desigualdades que atraviesan a nuestro país, la amplitud de la economía informal, una alarmante situación habitacional; expuso la falta de vocación de los bancos – sobre todo los privados – para financiar la producción; mostró la importancia de la acción del Estado y planteó el debate en torno a sus fuentes de financiamiento. Así, las respuestas que se den a los problemas urgentes que plantea la pandemia deberían desde un inicio estar orientadas a la construcción de largo plazo. Abordamos aquí tres áreas que, desde esta perspectiva, son cruciales: el funcionamiento del sistema bancario, la estructura del sistema fiscal, y la distribución del ingreso.

4) Respuestas de largo plazo

a. El funcionamiento del sistema bancario argentino

Frente a la pandemia, los bancos fueron llamados a distribuir créditos a las empresas pequeñas y medianas, que en general ya eran sus clientes, y a extender sus funciones como medio de pago para numerosos individuos, muchos de ellos jubilados, desempleados o con trabajos informales. Se observó entonces cuán concentrada es la red de sucursales y cajeros automáticos, prácticamente ausente de los barrios populares. Quedó también a la vista la poca vocación de los bancos privados para distribuir créditos a las empresas, aun cuando dichos créditos estén garantizados por el Estado; tal comportamiento evidencia un virtual divorcio con el sector productivo. No siempre ha sido así: este es el resultado de un proceso iniciado con la dictadura de 1976, que configuró un sistema financiero que muy poco aporta al desarrollo.

i. Un sistema concentrado y que perdió diversidad

El sistema financiero argentino, al 31 de diciembre de 2019, se compone de 78 entidades: 63 bancos y 15 compañías financieras. A mediados de 1977, que es cuando el gobierno

militar implementó la reforma financiera, el sistema contaba con 725 entidades, entre bancos, compañías financieras, sociedades de ahorro y préstamo, sociedades de crédito al consumo y cajas de crédito. Desde un principio, ese gobierno alentó la concentración mediante la absorción o fusión de las entidades más pequeñas; a partir de marzo de 1980, las sucesivas crisis bancarias redujeron el número de bancos y de compañías financieras (habían llegado en 1979 a ser 219 y 142, respectivamente) a los niveles actuales.

La diversidad del sistema financiero disminuyó durante este proceso. Desaparecieron las entidades no bancarias, salvo unas pocas compañías financieras, asociadas varias de ellas a concesionarias automotrices extranjeras. Disminuyó también la diversidad dentro del sistema bancario: de los 38 bancos cooperativos que existían en 1995, queda uno solo. No hay más bancos de inversión. Gran parte de los bancos comerciales que cerraron estaban radicados en las provincias. Por último, de los 36 bancos públicos que existían en 1984, sólo quedan 13. En el camino quedaron, además de la mayoría de los bancos provinciales, nada menos que el BANADE, el Banco Hipotecario Nacional y la Caja Nacional de Ahorro y Seguros (CNAS); entre los tres distribuían más de 16% de los préstamos del sistema financiero en 1983.

Esta restructuración afectó el acceso al crédito. Un estudio realizado en el BCRA sobre el crédito de los bancos privados a diciembre de 1986 muestra una distribución muy diferente según el tipo de banco. Considera los 50 principales prestatarios de cada banco, lo que deja prácticamente de lado los créditos personales y al consumo. Se observa que los bancos cooperativos concentraban entre 76% (los bancos radicados en Capital) y 91% (los radicados en el Interior) de sus préstamos en pequeñas y medianas empresas, otros pequeños prestatarios y explotaciones agrícolas. Los bancos constituidos como sociedad anónima del Interior tenían un comportamiento similar: 87% de sus préstamos se dirigían los sectores mencionados. En cambio, los bancos extranjeros y los de capital nacional S.A. radicados en Capital y Gran Buenos Aires destinaban entre 10 y 15% de sus créditos (respectivamente) a esos pequeños prestatarios. El grueso de su financiamiento iba a las empresas transnacionales y a las grandes empresas nacionales.

La desaparición de importantes entidades públicas redujo la oferta de crédito para la inversión y de instrumentos de ahorro de largo plazo. El BANADE distribuía 12,5% de los préstamos totales del sistema financiero en 1983; su “sucesor”, el BICE, sólo llega a 1,7%. Con su privatización, no solamente el BHN disminuyó su participación en el total de préstamos concedidos, sino que abandonó su función social. Y con la CNAS (la ex Caja Postal) desapareció una forma tradicional de ahorro popular en pesos y a largo plazo.

ii. Un sistema pequeño y disociado de la producción

La Argentina salió de la crisis de la convertibilidad con un sistema financiero en extremo frágil. La pesificación asimétrica de préstamos (al tipo de cambio de 1 peso por dólar) y depósitos (a 1,4 pesos por dólar) significó un elevado costo que fue asumido por el Estado, quien colocó los bonos públicos correspondientes en el activo de los bancos. Al mismo tiempo, el BCRA los financiaba con redescuentos. De esa manera se superó la crisis, y con una economía que crecía con rapidez, fue disminuyendo la cartera en mora, se fueron cancelando en paralelo los bonos públicos y los redescuentos, y se llegó a un nuevo funcionamiento del sistema bancario. Este estaba ahora recapitalizado y era solvente, pero manejaba una cartera mucho más pequeña que durante la convertibilidad.


En 2001, el total de los activos del sistema financiero llegaba a 114% del PBI; cayó a 39% del PBI en 2005 y a 31% en 2019. Es un nivel extremadamente bajo. En 2019, el crédito del sistema financiero al sector privado representaba un magro 12% del PBI. Como comparación, digamos que en Brasil esa relación es de 64% del PBI, y en Chile de 112%. Además de ser escaso, el crédito se reorientó de una manera desfavorable para el desarrollo. La industria manufacturera recibía 32% del total de los préstamos del sistema financiero en 1970; en 2019 esa proporción se había dividido por dos. En ese mismo lapso, se triplicó la parte del crédito destinado a las familias, de 12 a 36%. La lógica detrás de ese cambio es transparente: los créditos al consumo son de plazo más corto y a tasas más elevadas que las que puede pagar la industria.

Esta débil vinculación con la industria y, en general, con el sistema productivo, llegó a niveles caricaturescos durante la segunda mitad del gobierno de Macri. Enfrentado a la salida de capitales, éste intentó contener la cotización del dólar con fines electoralistas. Incurrió así en un endeudamiento desmedido con el FMI y elevó las tasas de interés de política monetaria a niveles incompatibles con la actividad productiva. Durante períodos prolongados, los bancos pudieron tomar depósitos a 3,93% mensual y colocar el dinero en letras del BCR a 5,43% mensual (tales fueron las tasas medias entre septiembre de 2018 y noviembre de 2019). La diferencia arroja un spread anual de 20% por una operatoria sin riesgo y sin utilidad para el sistema productivo.

Este negocio acaparó la actividad de los bancos. Entre diciembre de 2017 y julio de 2019, casi dos tercios del aumento del pasivo del sistema financiero consistió en el crecimiento de los depósitos del sector privado. Al mismo tiempo, dos tercios del aumento del activo se explicaba por las mayores colocaciones en valores públicos en pesos y en el aumento de los depósitos y reservas de los bancos en el Banco Central, parte de los cuales podía constituirse en LEBACs o LELIQs. Mientras tanto, caían con fuerza, en términos reales, los créditos en moneda nacional destinados al sector privado: personales, descuentos, adelantos, prendarios. Todas las tasas de interés subieron con fuerza. Las tarjetas de crédito llegaron a cargar un 8,6% mensual entre septiembre y noviembre de 2019, que equivale a una tasa anual de 170%.

iii. Cambiar el paradigma del sistema bancario

La emergencia actual muestra la importancia vital que tiene poner al sistema bancario al servicio, no solamente del sector productivo, sino del país. Debe ser considerado un servicio público (así lo definía la ley bancaria de 1957) por su papel central en el sistema de pagos y por el apoyo constante que recibe por parte del Estado, como prestamista en última instancia y garante de los depósitos. Como vimos, el sistema bancario cumple de manera muy deficiente con sus funciones. No solamente debe subsanarse sus ineficiencias y demoras ante la crisis, sino que debe replantearse su forma misma de funcionar después de la pandemia. Esto a su vez requiere reexaminar su estructura.

Una enseñanza de la pandemia es cuán importante resulta que el sistema bancario preste servicios a mucha gente que hoy no está “bancarizada”. Trabajadores informales, jubilados, empleadas domésticas, cuentapropistas deberían poder recibir y efectuar pagos a través de la red bancaria. Además de resolver problemas logísticos como los que se plantearon en estas últimas semanas, ayudaría a “blanquear” la economía informal. Se lograría así no solamente mejorar de un modo sustancial la cobertura social de los sectores vulnerables, sino también reducir la evasión previsional y fiscal.


Para lograrlo hay que hacer llegar los servicios bancarios a los barrios populares y generalizar el uso de tarjetas de crédito, débito y otras, como la Tarjeta Alimentar. La dificultad radica en que la banca privada busca concentrar sus servicios en zonas geográficas y grupos sociales de alto poder adquisitivo. Tal sesgo deberá ser corregido mediante la regulación del BCRA y la acción de la banca pública nacional y provincial, además de la introducción de nuevas entidades, como planteamos a continuación.

La otra función clave del sistema bancario es la distribución del crédito. El problema aquí radica en que, en su búsqueda de ganancias rápidas y elevadas, concentra su oferta de crédito en el financiamiento del consumo o la compra de títulos públicos, y desecha los préstamos a la producción, tanto para capital de trabajo como para la inversión.

Una parte de la solución consiste en retomar la normativa aplicada por el BCRA a partir de la reforma de su carta orgánica de 2012. Esta disponía que los bancos debían distribuir créditos LCIP (Línea de créditos para la inversión productiva) a las Pymes, por un monto mínimo equivalente a un porcentaje de sus depósitos; los créditos, a tasa de interés regulada, debían destinarse a la inversión. Estos representaban 2,6% del PBI en diciembre de 2015. Por cierto, fueron suprimidos durante la administración de Macri.

El sistema financiero que se buscó implantar a partir de 1977 se basa en entidades grandes (y si son extranjeras, mejor) que practiquen la banca múltiple (o “universal”). Se afirmaba que las entidades mejorarían su eficiencia gracias a economías de escala, y que la propia diversificación de sus operaciones reduciría los riesgos de liquidez y de solvencia. La crisis financiera internacional de 2008 mostró la falsedad de esos preceptos: la coexistencia de operaciones de banca de depósitos y de inversión en una misma entidad aumenta la inestabilidad, la vulnerabilidad y el riesgo de contagio al conjunto del sistema financiero. Los supervisores bancarios de los países desarrollados buscaron revertir ese paradigma y reintroducir en alguna medida la separación entre banca de depósitos y banca de inversión, que había sido establecida en EE.UU. por la ley Glass-Steagall de 1933 y abrogada en 1999 por el presidente Clinton. La resistencia del poder financiero obstaculizó esos intentos, pero no desmintió su necesidad.

Cambiar el paradigma financiero no apunta tan sólo a evitar sus crisis: su objeto principal es ponerlo al servicio de la producción y de la sociedad. Por eso, más que de regularlo mejor (como se plantea en los países desarrollados), se trata de reestructurarlo. Es preciso dotarnos de un sistema financiero en donde el Banco Central pueda orientar una porción significativa del crédito hacia fines productivos, a través de una estructura financiera adaptada a esa función. Con tal fin, se debería considerar la reconstrucción de una red de entidades financieras que, por su naturaleza, busquen financiar la inversión y proveer de servicios bancarios a los sectores populares, las Pymes y/o las economías regionales. En esa perspectiva, tiene sentido incorporar al sistema a bancos (u otras entidades financieras) especializados en el financiamiento de determinados sectores (agro, industria, construcción, servicios), agentes (Pymes, familias, nuevos emprendimientos, agricultura familiar, etc.), actividades (inversión, comercio exterior, vivienda) o regiones. Al lado de los bancos comerciales actuales podría haber bancos de desarrollo, bancos cooperativos, bancos regionales y más bancos públicos.

La banca pública tiene un rol protagónico en el nuevo paradigma. Debería potenciarse el uso de las entidades hoy existentes: el BICE no es ni la sombra de lo que fueron sus

antecesores (el Banco Industrial y el BANADE). Por su parte, el Banco Hipotecario S.A. abandonó gran parte del accionar del BHN y tiene a su frente a Eduardo Elsztain, beneficiario de una privatización cuestionada, pese a que la mayoría absoluta del capital está en manos del Estado, a través del BNA y de la ANSES. También las provincias que privatizaron sus bancos podrían querer disponer de una institución propia.

Como vimos, la Argentina carece del nivel de créditos y de servicios bancarios que sería normal para su grado de desarrollo. Existe un amplio margen para elevarlo, y contribuir así a un proyecto de desarrollo. Esa ampliación, por una parte, debe vincularse con el apoyo a la actividad productiva y a la inversión, y no a las operaciones especulativas. Y, por otra parte, debe canalizar en mayor grado el ahorro de la población, y de esa manera frenar la sangría de capitales que desde hace ya cuatro décadas sufre la Argentina.

b. El sistema fiscal

La pandemia genera una presión extraordinaria sobre las cuentas fiscales, tanto del lado del gasto como del de los ingresos. El necesario aumento de las transferencias a familias y empresas choca con la ineficiencia e inequidad de nuestro sistema impositivo. El tema no es nuevo, pero la formulación de una respuesta se ha vuelto urgente.

El sistema fiscal argentino genera ingresos cercanos al 30% del PBI, de los cuales un 82% es recaudado por la Administración Nacional y el resto por las provincias. Esto nos coloca entre los países con mayor presión fiscal de América Latina, detrás de Brasil (32% del PBI) y de Uruguay (31%), y debajo (pero no lejos) del promedio de los países de la OCDE (34%). Los ingresos fiscales crecieron de manera significativa a partir de 2003: desde un 20% del PBI en torno a 2000, hasta 31,5% del PBI en 2015. El rubro que más aportó a este incremento es el de los aportes y contribuciones a la seguridad social, como resultado de las mejoras en el salario y el empleo, pero sobre todo de la renacionalización del sistema jubilatorio. También contribuyeron el impuesto a las ganancias, el IVA, la tasa sobre créditos y débitos bancarios, los derechos sobre el comercio exterior y los ingresos provinciales. Durante el gobierno de Macri, la recaudación retrocedió hasta 28% del PBI en 2019, debido sobre todo a la menor recaudación del impuesto a las ganancias y de las contribuciones de la seguridad social. Tal retroceso fue en parte el fruto de la recesión, y en parte de la política deliberada de disminuir impuestos directos y costos empresariales.

El cuadro 1 permite comparar nuestro sistema impositivo con el de una muestra de países desarrollados.


Fuentes: Dirección Nacional de Investigaciones y Análisis Fiscal, Ministerio de Economía de Argentina, y OECD Statistics.


El mayor contraste entre nuestro sistema y el de los demás países examinados es la importancia relativa de los impuestos directos, que es mucho menor en la Argentina, y la de los impuestos sobre bienes y servicios, que es mucho mayor: el doble que en los países europeos y el triple que en EE.UU. La parte de los aportes a la Seguridad Social (21,7% del total recaudado) nos coloca cerca del Reino Unido y de EE.UU., pero muy por debajo de Alemania y Francia, en donde el Estado de Bienestar sigue siendo fuerte. Aumentar la parte de los impuestos directos permitiría mejorar tanto la equidad impositiva como la eficiencia económica. La parte más importante de los impuestos directos la aporta la tributación sobre los “ingresos, utilidades y ganancias de capital”. En los países desarrollados, más del 80% de este impuesto lo pagan los individuos, con tasas progresivas, mientras que las empresas solamente pagan entre 10 y 20% del mismo. Este es un contraste importante con la Argentina, en donde las personas físicas aportan un 40% de este impuesto y las empresas 60%.

Es también escaso lo que pagan las personas en concepto del impuesto a la riqueza: a nivel nacional, ese impuesto casi no existe, ya que recaudó 0,11% del PBI en 2018. Las provincias agregaron un 0,69% del PBI por impuestos “sobre la propiedad” (sobre todo, impuestos inmobiliarios). De cualquier forma, el 0,8% del PBI resultante es muy bajo si se lo compara con los EE.UU. (3% del PBI), Francia o el Reino Unido (4,1% del PBI en ambos países).

Es posible incrementar los impuestos directos sin desalentar ni la inversión ni la producción. Hacer tributar los bienes inmobiliarios y las colocaciones financieras a partir de cierto monto y los activos en el exterior, no afecta a los capitales aplicados a la producción. Lo mismo puede decirse del impuesto a la herencia, eliminado por Martínez de Hoz en 1976. Es fundamental incorporar a la base tributaria a los residentes que, a fines de 2019, tenían 335 mil millones de dólares en el exterior (293 mil millones si se excluye la inversión directa), de acuerdo a la estimación del INDEC. Conocemos a una fracción de esas personas, a partir del último blanqueo de capitales y del intercambio automático de información con países de la OCDE. Avanzar en esa dirección mejoraría la recaudación y la equidad del sistema. Eliminar (o reducir) el secreto que envuelve a esos activos y aplicarles tasas de imposición más elevadas que a los que están en el país (como se ha dispuesto para los bienes personales) desalentaría la fuga de capitales privados, una de las mayores trabas para el desarrollo sustentable de la Argentina.

Respecto del impuesto a los ingresos y utilidades (conocido en Argentina como “impuesto a las ganancias”), además de terminar con las injustificables exenciones, es preciso llegar a un consenso respecto del mínimo no imponible y la progresividad de las tasas. También puede ser útil hacer pagar menos a las empresas, sobre las utilidades generadas, y más a los dueños de las empresas, sobre las utilidades distribuidas. De ese modo se alentaría la reinversión de utilidades para acumular capital productivo. En contrapartida, hay que cerrar el grifo de la evasión de las grandes empresas que ocultan sus ganancias y las fugan al extranjero, a través de la manipulación de sus precios de exportación e importación, el pago de intereses por deudas intrafirma, las franquicias abonadas a la casa matriz, la subdeclaración del volumen exportado, la triangulación del comercio y de los créditos utilizando paraísos fiscales, etc.

La pandemia reveló la extensión de la informalidad económica, así como sus elevados costos económicos y sociales. Reducir la economía en negro mejoraría la recaudación tanto de los impuestos indirectos como de los aportes a la seguridad social; esto a su vez permitiría revisar algunas de las tasas de imposición actuales, como la tasa del IVA, que son relativamente altas en una comparación internacional. El extraordinario esfuerzo que está siendo realizado para llevar ayuda a los trabajadores informales, que incluye su identificación y el uso de mecanismos de pago electrónicos, nos debería servir para avanzar en su incorporación a la economía formal. El apoyo a la agricultura familiar y a la economía popular debería también obrar en ese sentido.

\ Por otra parte, es preciso reconsiderar los “gastos tributarios” que reducen (o eliminan) los impuestos que deben pagar determinados agentes, y que en 2018 y 2019 tuvieron un costo fiscal cercano a 2,8% del PBI. Algunas de esas exenciones no se justifican ni en términos de equidad ni de racionalidad económica. Si se quiere incentivar a determinados sectores económicos o regiones geográficas, apoyos específicos y emprendimientos comunes (Nación-Provincias-sector privado) que formen parte de una política industrial podrían ser más eficientes y transparentes.

En síntesis, el nivel global de la presión fiscal en la Argentina es razonable, y hasta podría ser algo mayor, dado el grado de desarrollo alcanzado por el país y su opción de tener sistemas públicos de seguridad social, salud y educación. Lo que es inadecuado es su inequidad, en dos sentidos: la alta proporción de impuestos indirectos respecto de los directos (en especial sobre la riqueza); y la alta evasión, que hace que los agentes cumplidores tengan una carga mayor a la que sería necesaria, y otorga una ventaja competitiva a las empresas no cumplidoras. Sin duda, entre quienes no pagan impuestos (o que pagan menos de lo que deberían) hay agentes muy ricos y muy pobres, y el combate contra la evasión debe adaptarse a cada tipo de caso.

No nos extenderemos aquí en la política fiscal del lado del gasto, no menos importante que la que se refiere a los ingresos. Mencionemos sí la necesidad imperiosa de reducir la carga de la deuda pública, que explotó durante el desgobierno de Macri. La renegociación de la deuda, que aspira a rebajar las tasas de interés y ganar un período de gracia, persigue ese fin. La disminución de las tasas de interés pagadas por el Banco Central apunta en la misma dirección. No olvidemos que durante 2019 el BCRA pagó casi 700 mil millones de pesos en concepto de intereses netos sobre pases, LELIQ y redescuentos, un monto equivalente a 14.500 millones de dólares, y a 3,2% del PBI. Como ese “déficit cuasi fiscal” no se incorporaba al cómputo del déficit fiscal monitoreado por el FMI, no era motivo de preocupación oficial. Debiera serlo en adelante.

El menor pago de intereses permitirá incrementar la parte del gasto primario, que consiste en salarios, bienes y servicios, jubilaciones y otras transferencias. El mayor margen de maniobra fiscal puede ser utilizado para recuperar la inversión pública y también para incentivar la privada, orientándola a los sectores estratégicos para el proceso de acumulación argentino.

c. Los precios y la distribución del ingreso

En medio de la emergencia, el gobierno ha asumido la función de distribuidor del ingreso en última instancia. Procura compensar la disminución o pérdida de ingresos de sectores informales y cuentapropistas, refuerza ingresos de jubilados y perceptores de la AUH, distribuye un Ingreso Familiar de Emergencia y asume el pago de 50% de los salarios de empresas en dificultades. Asimismo, el gobierno congeló determinados precios de la canasta básica, así como tarifas y alquileres, y mantiene acotados otros precios clave como el tipo de cambio oficial y las tasas de interés.

De este modo se busca a la vez sostener los ingresos afectados por la caída de la actividad debido al confinamiento y evitar un golpe inflacionario que agravaría la crisis social. Pero no es posible mantener los congelamientos por mucho tiempo. Un aspecto crucial de la economía post-cuarentena será el manejo de los precios relativos y de su corolario, la distribución primaria del ingreso.

Un factor esencial para salir de la crisis y poner en marcha un nuevo estilo de desarrollo es establecer un conjunto de precios relativos (tasas de interés, tipo de cambio, salarios reales) que sea consistente con la recuperación económica. Tal conjunto no puede surgir del libre juego de los mercados, sobre todo en una situación crítica como es la actual. Debe ser el resultado de un acuerdo social concertado bajo la dirección de un gobierno legítimo y fuerte. Al mismo tiempo, ese acuerdo debe respetar una racionalidad económica de conjunto y aplicar las regulaciones apropiadas de manera coordinada y coherente. No es posible ajustar los precios cada uno por su lado con independencia del marco general.

Algunos pasos en esa dirección fueron dados a partir del 10 de diciembre de 2019. Un objetivo muy importante es llevar las tasas de interés a niveles que sean compatibles con el financiamiento de la producción y la recomposición de las cuentas públicas (lo que no quiere decir tasas reales negativas). Será entonces preciso utilizar otros mecanismos para contener al dólar en los niveles que se estime deseables para la política económica global. Del lado de la oferta, además de alentar las exportaciones, habrá que hacer efectiva la regla que obliga a los exportadores a vender en el sistema bancario local los dólares de sus ventas, obligación que había sido anulada por Macri. Del lado de la demanda de dólares, ayudará la renegociación con los acreedores externos para disminuir de manera rápida y drástica los pagos de la deuda externa (también disminuiría la salida de dólares con un eventual default, aunque éste acarrearía otros problemas). No menos importante es frenar la salida de capitales: los dólares escasos tienen que ser usados para realizar las importaciones y los pagos que son indispensables para el funcionamiento de la economía y el desarrollo.

Esto último requiere políticas de corto y de largo plazo. Entre las primeras, habrá que mantener por el tiempo que sea necesario las restricciones a la compra de dólares de los particulares para atesoramiento y turismo (el llamado “súper cepo” de Macri). También se podrá desalentar la adquisición de dólares con esos fines mediante un impuesto a esas compras, como ya ocurre con el uso de la tarjeta de crédito en el exterior. Cabría examinar la institución de un “dólar turista” también para los visitantes que lleguen al país: se aplicaría a sus gastos con tarjeta de crédito y a sus extracciones el mismo tipo de cambio “solidario” que paga el argentino que viaja al exterior. De este modo, además de alentar el turismo, se captarían divisas que de otro modo serían cambiadas en el mercado paralelo.

Ahora bien, las regulaciones administrativas serán insuficientes, o ampliarán el mercado paralelo, si no se complementan con incentivos de mercado que, en el mediano plazo, puedan reemplazar progresivamente las restricciones. En particular, es importante desarrollar alternativas de ahorro en pesos con tasas de interés reales moderadas pero positivas, como las que se proponían durante el segundo gobierno de Cristina Kirchner, o que se ajusten por la inflación. Podría también proponerse colocaciones indexadas sobre el dólar, pero realizadas y pagaderas en pesos, para que la demanda de ahorro en divisas quede dentro del sistema financiero y no afecte las reservas. Por otra parte, convendría que el dólar se mantuviera en niveles relativamente altos para no alimentar expectativas de bruscas devaluaciones; para ello se requiere aplicar un esquema de minidevaluaciones (crawling peg) que sigan la evolución de la inflación. Un tipo de cambio “atrasado” (es decir, un peso sobrevaluado) genera tarde o temprano expectativas de devaluación, que al alentar la compra de dólares es un caso clásico de profecía autocumplida.

El tipo de cambio es un precio relativo clave. Hay sobradas pruebas de que un peso sobrevaluado (un dólar barato) es un obstáculo para la reindustrialización. Pero, por otra parte, un peso subvaluado crea problemas debido a su impacto sobre los precios internos de los bienes transables, en particular los productos agrícolas. Es por ello que, en la experiencia argentina, una devaluación mejoraba la competitividad de las empresas de los sectores transables, pero reducía los salarios reales. En cambio, una apreciación de la moneda mejoraba por un tiempo el poder de compra de los asalariados, pero afectaba la competitividad y la rentabilidad de los sectores transables; al final de cuentas, llevaba a una crisis de balanza de pagos con destrucción de empleo, devaluación y caída de los salarios reales. ¿Es posible tener al mismo tiempo un tipo de cambio real que favorezca (o que al menos no obstaculice) la reindustrialización y buenos niveles de salario real?

Es posible acercarse a ese objetivo mediante la aplicación de retenciones a las exportaciones provenientes de actividades que gozan de fuertes ventajas naturales. El tipo de cambio podría entonces fijarse a un nivel compatible con la competitividad de la industria, los servicios transables y las economías regionales, y el Estado captaría la renta extraordinaria que tal tipo de cambio brindaría a los productores que no precisan de un valor del dólar tan favorable; sería posible calibrar las retenciones en función de la cercanía de los puertos y del tamaño de los productores. De este modo, se rompería el lazo directo entre el tipo de cambio y el precio de los alimentos. Un segundo instrumento sería dar participación a los asalariados de los beneficios de las empresas, disposición constitucional que no se aplica. Esto no debería afectar la rentabilidad de las empresas, en la medida en que alentaría la productividad y reduciría la conflictividad laboral. Pero el instrumento central en la actual circunstancia es la concertación entre actores sociales, que deben evitar el traslado injustificado de la cotización del dólar a los precios (es práctica corriente de muchos empresarios indexar sus precios al tipo de cambio, aun cuando no se trate de sectores exportadores y utilicen escasos insumos importados). Del mismo modo, las mejoras pactadas del salario no debieran trasladarse a los precios.

Esto nos lleva al tercer precio relativo clave, que es el salario real, al que podemos agregar las transferencias sociales (jubilaciones, asignaciones familiares, etc.). La recuperación económica necesita recomponer el poder de compra de trabajadores y jubilados, y al mismo tiempo reabrir el acceso al crédito de las empresas en condiciones razonables, que

podrían así cubrir las mejoras salariales y reactivar la producción. Se pondría así poder de compra en manos de consumidores de bienes y servicios básicos (en general con escaso contenido importado) y de las empresas capaces de responder a esa demanda. Eso contrasta con lo que ocurría en el gobierno anterior, cuando los agentes con mayor liquidez eran los especuladores. Así, la distribución del ingreso y la orientación del crédito son factores importantes no solamente para motorizar la reactivación, sino también para limitar la especulación contra el peso.

La recuperación de la demanda y de la actividad económica, por encima de los niveles deprimidos que dejó el macrismo, es indispensable para relanzar la inversión. Además, permitirá una mejoría rápida y considerable de la productividad por el solo uso de la capacidad productiva ociosa. Este aumento de la productividad permitiría distribuir mejores salarios y al mismo tiempo restablecer las ganancias de las empresas sin necesidad de aumentar los precios. Ahora bien, ese aumento “fácil” de la productividad desaparecerá en cuanto se agote la capacidad ociosa. Es por lo tanto imperativo materializar sin tardanza las inversiones productivas que se requieren para evitar futuros cuellos de botella productivos y en la balanza de pagos, y para incorporar el progreso tecnológico que sostendrá la progresión de la productividad en el tiempo.

Para echar a andar un proceso de inversión, es preciso reunir varias condiciones: un marco macroeconómico apropiado, con precios relativos adecuados y estables, una demanda interna en progresión, la disponibilidad de crédito bancario de largo plazo, y la aplicación de una política industrial con visión estratégica. Es esta política la que, junto con el acuerdo social, fijará las orientaciones y los instrumentos del proyecto nacional de desarrollo.

La salida de la crisis del COVID-19 no debe consistir en la vuelta a un régimen económico neoliberal que, instituido en 1976, fue incapaz de establecer un régimen de crecimiento y condujo al país a una depresión económica prolongada. Es preciso establecer nuevas formas de funcionamiento del sistema bancario, una nueva estructura fiscal y una mejor distribución del ingreso que, obrando coordinadamente y bajo la orientación de la política industrial, den forma a un nuevo régimen de acumulación y a un nuevo estilo de desarrollo. En síntesis, ante una crisis sistémica, es inconducente tratar de enmendar el sistema económico y social: hay que cambiarlo.

 
 
 

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